Saturday, October 25, 2008

MAYO 1968 Y LA CRISIS DEL TRABAJO ABSTRACTO

John Holloway * **

¿1968? ¿Por qué hablar de 1968? Hay tantas cosas urgentes que están pasando. Hablemos mejor de Oaxaca y Chiapas y el peligro de una guerra civil en México. Hablemos de la guerra en el Iraq y la destrucción rápida de las precondiciones naturales de la existencia humana. ¿Es realmente un buen momento para que los viejos se sienten a recordar el pasado?




Pero tal vez tengamos que hablar de 1968 porque, más allá de toda la urgencia real, nos sentimos perdidos y necesitamos encontrar algún sentido de dirección: no para encontrar la carretera (porque la carretera no nos preexiste), sino para crear muchos caminos. Tal vez 1968 tenga algo que ver con el hecho de sentirnos perdidos, y a la vez tenga algo que ver con hacer nuevos caminos. Hablemos de 1968, entonces.





1968 abrió la puerta a un cambio en el mundo, un cambio en las reglas del conflicto anticapitalista, un cambio en el significado de la revolución anticapitalista. Es por eso que digo que 1968 juega un papel en el hecho de sentirnos perdidos y que también es una clave para encontrar alguna orientación.





1968 fue una explosión, y el ruido de la explosión sigue haciendo eco o, mejor, ecos que no se pueden distinguir de las explosiones subsecuentes que han retomado los temas de 1968, de las cuales tal vez la más importante ha sido 1994 y toda la serie de explosiones que son parte del movimiento zapatista. Entonces, cuando hablo de 1968 no es necesariamente con precisión histórica. Lo que me interesa es la explosión y cómo, después de esta explosión, podamos pensar en superar la catástrofe que es el capitalismo.

1968 fue una explosión, la explosión de cierta constelación de fuerzas sociales, de cierto modelo de conflicto social. A veces se habla de esta constelación como del fordismo. El término tiene la gran ventaja de llamar la atención sobre la cuestión central de la forma en la cual nuestra actividad cotidiana está organizada. Se refiere al mundo en el cual la producción masiva estaba integrada con la promoción del consumo masivo a través de una combinación de salarios relativamente altos y el llamado Estado de bienestar. Actores centrales en este proceso eran los sindicatos, cuya participación en las negociaciones salariales anuales era una fuerza motriz, y el Estado que parecía tener la capacidad de regular la economía y de asegurar niveles básicos de bienestar social. En esta sociedad no sorprende que las aspiraciones por un cambo social se centraran en el Estado y en la meta de tomar el poder estatal, sea por la vía electoral o de otra manera. Posiblemente, sería más exacto hablar de este patrón de relaciones sociales no solamente como fordismo, sino como fordismo-keynesianismo-leninismo.





Quiero sugerir que había algo todavía más profundo como cuestión central. El peligro de restringirnos a la idea de la crisis del fordismo (o incluso del fordismo-keynesianismo-leninismo) es que el término nos invita a verlo como uno más en una serie de modos de regulación que luego sería remplazado por otro (posfordismo, o imperio, o lo que sea): el capitalismo se entiende, entonces, como una serie de reestructuraciones, de síntesis, de clausuras, mientras que nuestro problema no es escribir una historia del capitalismo, sino de encontrarle una salida a esta catástrofe. Es necesario ir más allá del concepto del fordismo. El fordismo era una forma extremadamente desarrollada del trabajo alienado o abstracto, y lo que se atacó en aquellos años fue el trabajo alienado, el corazón mismo del capitalismo.





El trabajo abstracto (reitero la palabra que Marx usó en El capital porque me parece un concepto más rico) es el trabajo que produce valor y plusvalía, y por lo tanto capital. Marx lo contrasta con el trabajo útil o concreto, la actividad necesaria para la reproducción de cualquier sociedad. El trabajo abstracto es el trabajo visto en abstracción de sus características particulares, es el trabajo que es equivalente a cualquier otro trabajo, una equivalencia que se establece a través del intercambio. La abstracción no es solamente una abstracción mental: es una abstracción real, el hecho de que los productos se produzcan para el intercambio condiciona el proceso de producción mismo y lo convierte en un proceso en el que lo único que importa es la realización del trabajo socialmente necesario, la producción eficiente de mercancías para que se puedan vender. El trabajo abstracto es el trabajo desprovisto de particularidad, desprovisto de significado. El trabajo abstracto produce la sociedad del capital, una sociedad donde lo único que importa es la acumulación del trabajo abstracto, la búsqueda constante de la ganancia.





El trabajo abstracto teje la sociedad en la cual vivimos. Reúne en un tejido la multiplicidad de actividades humanas a través del acto de intercambio, a través de este proceso que nos dice una y otra vez: "no importa lo te gusta hacer, con cuánto amor y cuidado creas tu producto, no importa que tu motivación haya sido una auténtica necesidad social, lo único que importa es si se va a vender, lo único que importa es la cantidad de dinero que puedas obtener por él". Es así que se tejen nuestras diferentes actividades, es así que se construye la sociedad capitalista.





Pero el proceso de tejer va más allá de eso: esta forma de relacionarnos, a través del intercambio de cosas, crea una cosificación o reificación o fetichización general de las relaciones sociales. De la misma manera en que la cosa que creamos se separa de nosotros y se yergue contra nosotros negando su origen, así todos los aspectos de nuestras relaciones con los otros adquieren el carácter de cosas. El dinero se vuelve una cosa, en lugar de ser, simplemente, una relación entre diferentes creadores. El Estado se vuelve una cosa en vez de ser una forma de organizar nuestros asuntos comunes. El sexo se vuelve una cosa en lugar de ser, simplemente, la multiplicidad de maneras diferentes en las cuales la gente se toca y se relaciona. La naturaleza se vuelve una cosa que usamos para nuestro beneficio en lugar de ser la interrelación compleja de las diferentes formas de vida que comparten este planeta. El tiempo se vuelve una cosa, el tiempo-reloj, un tiempo que nos dice que mañana será igual que hoy, en lugar de ser simplemente los ritmos de nuestro vivir, las intensidades y relajamientos de nuestro hacer, etcétera.





Al realizar el trabajo abstracto, tejemos, tejemos, tejemos este mundo que nos está destruyendo tan rápidamente. Y cada parte del tejido da fuerza y solidez a cada una de las otras partes. En el centro de nuestra actividad está el trabajo abstracto, pero la abstracción vacía y sin sentido de nuestro trabajo está sostenida en su lugar por toda la estructura de abstracción o alienación que nosotros mismos creamos: el Estado, la idea y la práctica de la sexualidad dimorfa, la objetivización de la naturaleza, el vivir el tiempo como tiempo-reloj, la percepción del espacio como un espacio contenido dentro de fronteras, y así sucesivamente. Todas estas dimensiones diferentes del sin sentido abstracto están creadas (y reforzadas) por el sin sentido abstracto de nuestra actividad cotidiana. Este tejido complejo es el que estalla en 1968.





¿Cómo? ¿Cuál es la fuerza detrás de la explosión? No es la clase obrera, al menos no en su sentido tradicional. Los obreros fabriles juegan un papel importante, sobre todo en Francia, pero no juegan un papel central en la explosión de 1968. Tampoco se puede entender en términos de un grupo en particular. Lo que explota es más bien una relación social, la relación social del trabajo abstracto. La fuerza detrás de la explosión se tiene que entender no como un grupo, sino como el lado oculto del trabajo abstracto, la contradicción del trabajo abstracto, aquello que el trabajo abstracto contiene y no contiene, aquello que el trabajo abstracto reprime y no reprime. Esto es lo que explota.





¿Qué entendemos por el lado oculto del trabajo abstracto? Aquí hay un problema de vocabulario, y no es casual, ya que lo reprimido tiende a ser invisible, sin voz, sin nombre. Lo podemos llamar anti-alienación, o anti-abstracción. En los Manuscritos de 1844 Marx habla de anti-alienación como "actividad vital consciente", y en El capital el contraste es entre trabajo abstracto y "trabajo útil o concreto". Pero este término no es totalmente satisfactorio, en parte porque la distinción entre trabajo y otras formas de actividad no es común a todas las formas de sociedad. Por esta razón hablaré del lado oculto del trabajo abstracto como el hacer: hacer en lugar de simplemente anti-alienación porque de lo que se trata es en primer lugar la forma en la cual la actividad humana está organizada.





El capitalismo está basado en el trabajo abstracto, pero siempre hay un lado oculto, otro aspecto de la actividad que parece estar totalmente subordinado al trabajo abstracto, pero que no lo es y no lo puede ser. El trabajo abstracto es la actividad que crea el capital y teje la dominación capitalista, pero siempre existe otro lado, un hacer que retiene o busca retener su particularidad, que empuja hacia algún tipo de significado, algún tipo de auto-determinación. Marx habla justo al principio de El capital de la relación entre trabajo abstracto y trabajo útil como "el eje en torno al cual gira la comprensión de la economía política" (y por lo tanto del capitalismo), una afirmación casi totalmente ignorada por toda la tradición marxista.





El trabajo útil (el hacer) existe en la forma del trabajo abstracto, pero la relación entre forma y contenido no se puede entender simplemente como contención. Inevitablemente es una relación de en-contra-y-más-allá: el hacer existe en-contra-y-más-allá del trabajo abstracto. Éste es un asunto de la experiencia cotidiana, todos buscamos formas de dirigir nuestra actividad hacia lo que consideramos deseable o necesario. Aun dentro del ámbito del trabajo abstracto buscamos formas de no subordinarnos totalmente al dominio del dinero. Como profesores tratamos de hacer algo más que producir los funcionarios del capital, como trabajadores en la línea de montaje movemos nuestros dedos sobre una guitarra imaginaria en los segundos que tenemos libres, como enfermeras tratamos de ayudar a nuestros pacientes más allá de lo que dicta el dinero, como estudiantes soñamos con una vida no totalmente determinada por el dinero. Hay en todos estos casos una relación antagónica entre nuestro hacer y la abstracción o alienación que el capital impone, una relación no solamente de subordinación sino también de resistencia, revuelta y empuje más allá.





Este antagonismo siempre está presente, y es el que explota en 1968, cuando una generación ya no tan dominada por la experiencia del fascismo y guerra se levanta y dice "No, no vamos a dedicar nuestras vidas al dominio del dinero, no vamos a dedicar todos los días de nuestras vidas al trabajo abstracto, vamos a hacer otra cosas. La revuelta contra el capital se expresa abiertamente como lo que es y tiene que ser: una revuelta contra el trabajo. Se vuelve claro que no podemos pensar en la lucha de clases como trabajo contra el capital, porque el trabajo está del mismo lado que el capital, el trabajo produce el capital. La lucha no es la del trabajo contra el capital, sino la del hacer contra el trabajo y, por lo tanto, contra el capital. Las luchas de los trabajadores contra los capitalistas no son luchas del trabajo sino en-contra-y-más-allá del trabajo: todo el tiempo desbordan las instituciones del trabajo abstracto. Esto es lo que se expresa en 1968: en las fábricas, en las universidades, en las calles. Esto es lo que lo hace imposible que el capital continúe aumentando la tasa de explotación con el objetivo de mantener la tasa de ganancia y sostener el fordismo.





Es la fuerza del hacer, es decir, la fuerza de decir: "no, no vamos a vivir así, vamos a hacer las cosas de otra forma", lo que hace estallar la constelación de la lucha basada en la abstracción extrema del trabajo que se expresa en el fordismo. Es una revuelta dirigida contra todos los aspectos de la abstracción del trabajo: no solamente contra la alienación del trabajo en el sentido estrecho sino también contra la fetichización del sexo, de la naturaleza, el tiempo, el espacio y también contra las formas estadocéntricas de organización que son parte de la misma fetichización. Hay una fuga, una emancipación: se vuelve posible pensar y hacer cosas que no eran posibles antes. La fuerza de la explosión, la fuerza de la lucha resquebraja, abre la categoría del trabajo (abierta por Marx, pero cerrada por la tradición marxista) y, con ella, todas las otras categorías del pensamiento.





La explosión nos avienta hacia un mundo nuevo. Nos avienta en un nuevo terreno de batalla, caracterizado por una nueva constelación de luchas que es distintivamente abierta. Esto es crucial: si saltamos teóricamente a un nuevo modo de dominación (imperio o posfordismo), entonces, estamos cerrando las dimensiones de este terreno al mismo tiempo que estamos luchando para mantenerlas abiertas. En otras palabras, existe un peligro real: que al analizar el llamado paradigma nuevo de dominación, le demos una solidez que no merece y que nosotros seguramente no deseamos. El tejido relativamente coherente que existía antes de la explosión está despedazado. Está en los intereses del capital recomponerlo, estableciendo un patrón nuevo. El anticapitalismo se mueve en el sentido contrario, deshaciéndolo, ensanchando y profundizando las grietas a lo máximo.





La vieja constelación se basaba en el antagonismo entre trabajo y capital, con todo lo que esto conlleva en términos de sindicatos, corporativismo, partidos, Estado de bienestar, etcétera. Si tenemos razón al decir que la nueva constelación tiene su eje en el antagonismo entre el hacer y el trabajo abstracto, esto significa que tenemos que repensar de forma radical lo que significa el anticapitalismo, lo que significa la revolución. Todas las prácticas establecidas, todas las ideas vinculadas con el trabajo abstracto se cuestionan: el trabajo, la sexualidad, la naturaleza, el Estado, el tiempo, el espacio, todos se vuelven campos de batalla.





La nueva constelación (o mejor dicho, la constelación que mostró su cara claramente en 1968 y que todavía lucha por nacer) es la constelación del hacer contra el trabajo abstracto. Esto significa que es fundamentalmente negativa. El hacer existe en y contra el trabajo abstracto: en la medida en que logra romper con el trabajo abstracto y existe más allá de él (como cooperativa, como centro social, como Junta de Buen Gobierno), siempre está en riesgo, siempre está moldeado por su antagonismo con el trabajo abstracto y amenazado por él. Si lo positivamos, viéndolo como espacio autónomo, o como una cooperativa que no es parte del movimiento en contra del capitalismo, se convierte rápidamente en su contrario. Las luchas contra el capital son inestables y se mueven permanentemente, aunque a veces su leve intensidad las pudieran volver imperceptibles: existen al borde de la desaparición y no se dejan juzgar desde la positividad de las instituciones.





El movimiento del hacer contra el trabajo es un movimiento anti-identitario, por lo tanto: el movimiento de la no identidad contra la identidad. Esto es importante por razones prácticas, simplemente porque la reestructuración del capital es el intento de contener las nuevas luchas dentro de identidades. Las luchas de las mujeres, de los negros, de los indígenas, no plantean ningún problema para la reproducción de un sistema de trabajo abstracto mientras se queden contenidas dentro de su identidad respectiva. Al contrario, la re-consolidación del trabajo abstracto depende probablemente de un reajuste de estas identidades, como identidades, de la re-canalización de las luchas en luchas identitarias y limitadas. El movimiento zapatista no representaba ningún desafío al capitalismo mientras se limitaba a ser una lucha por los derechos indígenas: es cuando la lucha desborda la identidad, cuando los zapatistas dicen "somos indígenas, pero somos más que eso", cuando dicen que están luchando para crear un mundo nuevo, un mundo basado en el reconocimiento mutuo de la dignidad, entonces, empiezan a constituir una amenaza para el capitalismo. La lucha del hacer es la lucha para desbordar las categorías fetichizadas de la identidad. Luchamos no tanto por los derechos de las mujeres, sino por un mundo en cual la división de la gente en dos sexos (y la genitalización de la sexualidad en la que esta división está basada) esté superada, no tanto por la protección de la naturaleza, sino por un repensamiento radical de la relación entre diferentes formas de vida, no tanto por los derechos de los migrantes, sino por la abolición de las fronteras.





En todo este proceso de transformación, el tiempo juega un papel central. El tiempo homogéneo era tal vez el cemento más importante de la vieja constelación, la constelación del trabajo abstracto, aceptado igualmente sin cuestionamiento tanto por la izquierda como por la derecha. En esta perspectiva, la revolución, cuando se pensaba en ella, sólo podría estar en el futuro. Esta concepción ya es parte del pasado. Lo que antes se veía como una pareja inseparable, "revolución futura", se revela hoy como un sinsentido. Ya es demasiado tarde para pensar en una "revolución futura". Y de todas formas, cada día que se pasa planificando la futura revolución sin cuestionar en el ahora ya el trabajo abstracto, estamos recreando el mismo capitalismo que tanto odiamos, así es que la propia idea de una revolución futura se derrota a sí misma. La revolución es aquí y ahora, o no es. Esto ya está implícito en 1968, con el rechazo del movimiento a esperar hasta que "el Partido" considerara el "momento justo". Y se explicitó en el ¡Ya basta! de los zapatistas el 1º de enero de 1994. ¡Ya basta! ¡Ya mismo! No "esperaremos hasta que el próximo ciclo Kondratieff termine su curso". Y no "esperaremos hasta que el Partido conquiste el poder estatal", sino ya: revolución aquí y ahora.





¿Qué significa esto? Sólo puede significar una multiplicidad de luchas que parten de lo particular, de la creación de espacios o momentos en los cuales tratamos de vivir ahora la sociedad que queremos crear. Esto significa la creación de grietas en el sistema de mando capitalista, de momentos o espacios en los cuales decimos: "No, aquí en este espacio, en este momento no vamos a hacer lo que el capital nos exige, vamos a hacer lo que nosotros consideramos necesario o deseable."





Inevitablemente, esto quiere decir el entender la lucha anticapitalista como una multiplicidad de luchas muy diferentes. No es una multiplicidad de identidades, sino el movimiento rápido de luchas anti-identitarias que se tocan y dispersan, que se infectan y se repelan, un caos creativo de grietas que se multiplican y se extienden y, a veces, se rellenan y reaparecen, y se vuelven a extender otra vez. Esta es la revuelta polifónica del hacer contra el trabajo abstracto. Es necesariamente polifónica. Negar su carácter polifónico sería subordinarla a una nueva forma de abstracción. El mundo que estamos tratando de crear, el mundo del hacer útil o de la actividad vital consciente es, necesariamente, un mundo de muchos mundos. Esto significa, por supuesto, formas de organización que buscan articular y respetar esta polifonía: es decir, formas anti-estatales.





Desde afuera y a veces desde adentro, esta polifonía parece ser simplemente un ruido caótico y disonante, sin dirección ni unidad, sin meta-narrativa. Esto es un error. La meta-narrativa ya no es la misma que antes de 1968, pero sí hay una meta-narrativa, con dos caras. La primera es, simplemente: no, ¡ya basta! Y la segunda es la dignidad, vivimos ahora el mundo que queremos crear, o en otras palabras: nosotras hacemos.





Tal vez podamos concluir diciendo que 1968 fue la crisis de la clase obrera como prosa, su nacimiento como poesía: la crisis de la clase obrera como trabajo abstracto, su nacimiento como hacer. Los años desde entonces han mostrado qué tan difícil es escribir poesía. Qué tan difícil y qué tan necesario.





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* Ponencia presentada en el coloquio "Maio ‘68" sobre el 40º aniversario de ese acontecimiento fue celebrado en Lisboa, en el Instituto franco-portugués el 11 y 12 de abril de 2008 y organizado por el dicho instituto, la Universidad Nova y Le Monde diplomatique (edición portuguesa). La misma ponencia fue presentada unos días antes en el Instituto Poulantzas de Atenas, como parte de una serie de conferencias sobre ese aniversario. Texto enviado por el autor especialmente para su publicación en la revista Herramienta.





** Profesor en el Posgrado de Sociología del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad Autónoma de Puebla (México). Miembro del consejo asesor y colaborador habitual de nuestra revista.

Friday, May 30, 2008

LAS CONCEPCIONES TEORICAS FUNDAMENTALES DE MIGUEL ENRIQUEZ

Martin Humberto Hernández Vázquez




A 27 años de la muerte en combate de Miguel Enríquez, es conveniente ubicar en el contexto histórico su rol, como figura representativa de la dirección histórica del MIR chileno, en la actualización de la política revolucionaria del proletariado.



Se trata de comprender que las concepciones de Enríquez y del MIR se establecen sobre una base teórica e histórica de más de un siglo de luchas del proletariado y de desarrollo del marxismo y que, por ende, son parte de ese desarrollo, se nutren de él y establecen aportes sustantivos. Estos aportes pueden sintetizarse en cinco puntos: (1) una concepción del capitalismo dependiente chileno y latinoamericano, de la cual se desprende (2) la postulación del carácter proletario de la revolución, carácter que exige que se plantee como problema central el problema del poder y, por tanto, (3) una concepción estratégica de lucha por el poder proletario, lucha para la cual se requiere (4) la construcción de un partido revolucionario del proletariado de carácter político-militar, capaz de (5) ponerse a la cabeza de las luchas concretas de las masas en que se va formando la fuerza social revolucionaria. Me interesa aquí referirme a los tres primeros puntos, en tanto dicen relación fundamental con la posición teórica de Enríquez, y dejar para alguna próxima ocasión el desarrollo de los dos últimos puntos, más ligados a la experiencia práctico concreta.





En todo caso, y para evitar malos entendidos, hay que establecer previamente que la construcción de una teoría de la revolución proletaria es siempre concreta: lo que Enríquez y el MIR elaboran, e impulsan prácticamente, es la teoría de la revolución proletaria para las condiciones de la crisis del bloque en el poder hegemonizado por la burguesía industrial dependiente. Si alguien considera necesario, o se siente convocado a, elaborar una teoría de la revolución proletaria para las condiciones históricas de hoy, debe partir de la premisa que lo que más le sirve del ejemplo de Enríquez es precisamente eso, su ejemplo (de rigor teórico y de consecuencia práctica).


1-El capitalismo dependiente


Mientras el reformismo planteaba que Chile era un país atrasado, incluso con "resabios semifeudales", Enríquez incorporó a sus propias concepciones teóricas la conceptualización marxista de la dependencia, entendida ésta como la situación propia de países formalmente independientes pero que ocupan un lugar subordinado en la reproducción del capital a escala mundial, necesario para contrarrestar la tendencia decreciente de la tasa de ganancia.
Para ello, los países dependientes son especializados en la producción de mercancías que requieren comparativamente (con respecto al nivel dado de desarrollo de las fuerzas productivas) una menor composición orgánica del capital (bienes agropecuarios y mineros en primer término, pero también manufacturas menos intensivas en el uso de capital constante), transfiriendo, por la vía del intercambio desigual, la plusvalía así producida hacia los países centrales.


De este modo, nuestros países no sufren, como pretenden la burguesía y el reformismo, del atraso o de una situación precapitalista sino precisamente de los efectos de un desarrollo capitalista que acumula en los países dependientes la miseria como condición de la acumulación de riqueza en los países centrales. Uno de los teóricos de la dependencia, André Gunder Frank, al hablar del "desarrollo del subdesarrollo" resumió con precisión y buen sentido publicitario esta situación. Consideradas las clases dominantes desde este punto de vista, resalta la unidad de intereses entre la dominación local y el imperialismo y la inexistencia de contradicciones sustantivas que pudieran dar pie a algún tipo de revolución nacional antimonopólica o antiimperialista.


No hay, en este punto de vista, algo así como formaciones nacionales con resabios feudales o revoluciones burguesas antifeudales y antioligárquicas por hacerse. A mediados de los años sesenta ya todos los países del autodenominado "mundo libre", y todas sus regiones incluso las más alejadas, habían sido incorporados al sistema capitalista mundial y formaban parte de la cadena de reproducción del capital. Las luchas nacionales y populares en el seno de las naciones independientes, aunque de gran importancia en la expansión de las libertades democráticas, no tenían ya posibilidad de convertirse en vehículos de una transformación revolucionaria de la sociedad, de enfrentar la miseria, el hambre, la desnutrición infantil, la carencia de viviendas y hospitales, los déficits educacionales, la superexplotación del trabajo.


Por otro lado, la función de la economía dependiente se logra en tanto somete a sus trabajadores a la superexplotación; esto es a la extracción de una mayor masa de plusvalía absoluta gracias a una mayor magnitud extensiva e intensiva de la jornada con respecto a las posibilidades que ofrece el desarrollo de las fuerzas productivas a escala mundial. La superexplotación del trabajo implica miseria para las masas obreras, proletarización de las denominadas capas medias y constitución de diversos sectores semi y sub proletarios (los pobres del campo y la ciudad), es decir la conformación de una inmensa mayoría de la sociedad que produce plusvalía y cuyos intereses de clase son, por tanto, similares a los del proletariado. Esta consideración va a ser vital cuando Enríquez y el MIR se planteen el problema de la reforma agraria.




A mediados de los sesenta, al analizar la reforma agraria de la Democracia Cristiana Enríquez planteaba, en polémica con la posición reformista, que lo que correspondía no era considerar la reforma agraria como una reforma meramente burguesa y limitarse a apoyar el combate contra los terratenientes sino que había que considerar las posibilidades de movilización de masas y de socialización de la tierra que abrían las luchas campesinas, es decir, que había que levantar la consigna de una revolución agraria. Cuando a fines de los setenta, incorporadas ya las nuevas conceptualizaciones de la teoría marxista de la dependencia, irrumpa con fuerzas el MIR en el movimiento campesino, su participación allí estará orientada por esta concepción de los pobres del campo (los semi proletarios y los subproletarios) como producto específico de la acumulación capitalista y, por ende, por la posibilidad de una reforma agraria orientada hacia la socialización de las relaciones de producción en el agro. No hay, pues, otro camino para salir del atraso que terminar con el capitalismo. Esa conclusión de la teoría de la dependencia calza a la perfección con la formación marxista previa de Enríquez, especialmente con la consideración, trostkista, del desarrollo capitalista como un desarrollo desigual y combinado.


2.- La revolución proletaria


Si los países latinoamericanos no sufren por el atraso sino por el desarrollo capitalista, la postulación reformista de una revolución democrática y popular en alianza con sectores burgueses debe ser, entonces, desechada y denunciada. Ya en la concepción original de Marx, formulada en momentos en que la burguesía tenía aún un papel revolucionario, la participación del proletariado en la revolución democrático burguesa tenía como único sentido el hacer esa revolución permanente, esto es producir una radicalización constante del proceso revolucionario. Luego de las experiencias revolucionarias de mediados del siglo XIX la burguesía, en todo el mundo, comprendió que el aliado popular le representaba un peligro mayor que la vieja oligarquía y privilegió las transformaciones políticas en alianza con las fuerzas del antiguo régimen.


Lenin y los bolcheviques partieron postulando una versión modernizada de la vieja concepción de la participación del proletariado en la revolución democrático burguesa, que consistía fundamentalmente en sostener que la revolución democrático burguesa rusa sería llevada adelante por un gobierno de obreros y campesinos (la dictadura democrático revolucionaria del proletariado y los campesinos). Sin embargo, la experiencia de 1917 les mostró dos hechos fundamentales. Primero, que la revolución democrático burguesa estaba terminada con el solo hecho del paso del poder de una clase a otra y que por tanto el proletariado no podía participar en el gobierno revolucionario burgués sino luchar por alcanzar el poder para los obreros y los campesinos. Segundo, que las tareas de democratización propias de la democracia burguesa sólo se podían realizar efectivamente una vez establecido el poder proletario. Estos descubrimientos políticos son más ricos que la fórmula trotskista de la revolución permanente, pero en tanto fueron ocultados por el estalinismo, lo que sobrevivió como herramienta teórica para los revolucionarios fue esencialmente la abstracción de Trostky.





El estalinismo, y sus representantes locales, en la búsqueda desesperada de alianzas para hacer posible el socialismo en un solo país, levantaron la tesis de la revolución por etapas. Planteaban que en nuestros países, en tanto países atrasados y semicoloniales, lo que estaba a la orden del día era una revolución democrática, nacional, popular; una revolución que tenía como características el ser antiimperialista, antioligárquica, antimonopólica, antifeudal. En tanto esta revolución democrática no se enfrentaría a los intereses de las burguesías locales (intereses que según el estalinismo eran contradictorios con los intereses del imperialismo y las oligarquías nativas), sería posible llevarla a cabo a través de una amplia alianza que incorporara a la burguesía nacional, a las capas medias intelectuales y funcionarias, a la pequeña burguesía propietaria, a la clase obrera y al campesinado. Los Frentes Populares (como en Francia, España y Chile) fueron el prototipo y paradigma de esta alianza de clases. En esta concepción etapista, las transformaciones económicas y sociales de la revolución democrática crearían las condiciones para en un futuro, de ubicación indefinida, fuera posible transitar hacia el poder del proletariado. Aquí la variedad de reformismo que es hegemónico en el movimiento comunista internacional a partir de la muerte de Stalin agrega de su propia cosecha la posibilidad, luego elevada al estatus de condición sine qua non, del tránsito pacífico, sin quiebres institucionales, al establecimiento del poder proletario o segunda etapa de la revolución.


La forma programática que esto asume es la de manejar dos programas separados, el programa máximo, el que se muestra en los días de fiesta, y el programa mínimo o programa de reivindicaciones inmediatas que es aquel por el que efectivamente se lucha. En Chile la discusión con las concepciones estalinistas se planteó con fuerza desde los años 50, principalmente como enfrentamiento entre las concepciones del PC, su línea de Liberación Nacional, y las del PS, su concepción de Frente de Trabajadores. Aunque en esencia correctas, las posiciones del PS fueron rápidamente mediatizadas a comienzos de los 60 y este partido se terminó de allí en adelante subordinando a las concepciones del PC.


Esta subordinación del PS a la política del PC, especialmente en vísperas de la elección presidencial de 1964, determinó fuertes discusiones internas en la Juventud Socialista; allí se hicieron presente Enríquez y otros jóvenes que luego fueron expulsados del PS o se marginaron del mismo por propia iniciativa. Cuando se forma el MIR en 1965, la concepción que se levanta, influida en lo esencial por los viejos cuadros obreros e intelectuales de formación trotskista, es la de una revolución permanente; entendida como la postulación de que la única solución posible para las tareas democráticas y de liberación nacional de nuestros países americanos es una revolución que liquide el aparato estatal y represivo burgués y lo reemplace por una democracia directa proletaria basada en las milicias armadas de obreros y campesinos y dirigida por los órganos de poder de obreros y campesinos.


La experiencia del MIR en el momento de agudización de la lucha de clases que se vivió con el gobierno de la Unidad Popular, hizo más rica y concreta esta concepción de la revolución chilena. La concepción programática de Enríquez y del MIR se enriqueció entre 1970 y 1973 en tres aspectos esenciales:


En primer lugar, el carácter radical y el contenido sorpresivamente "proletario" de las luchas reivindicativas de importantes sectores de capas medias y de los pobres del campo y la ciudad, muestra que ya no basta hablar de alianza obrero-campesina para caracterizar la fuerza motriz de la revolución chilena, sino que es necesario hablar de la alianza del proletariado (industrial, agrario, etc.) con los pobres del campo y la ciudad. Esta constatación empírica es la base de la aceptación de la teoría marxista de la dependencia, única herramienta teórica que permitía explicar lo que se constataba en la práctica.


En segundo término, la necesidad de una vinculación renovada de las luchas concretas con los objetivos programáticos. El MIR nace con un programa concebido como "programa de transición", es decir que plantea unificadamente y en un sistema coherente las reivindicaciones democráticas y socialistas. La concepción de "plataforma de lucha" que se implementa en los diversos frentes de masas a partir de 1972 constituye una forma de engarzar las reivindicaciones inmediatas –esas que surgen espontáneamente de las necesidades vividas de la gente- con las reivindicaciones y objetivos políticos más generales que no surgen espontáneamente y que sólo se convierten en objetivo para las masas como proposición del partido revolucionario. De esta forma, las luchas parciales, incluso por las más elementales reivindicaciones, son asumidas e integradas como parte del proceso global de lucha por el poder.


Finalmente, la experiencia de las luchas de clases, el carácter de clase de los sectores que integran la alianza revolucionaria y la relectura de los clásicos del marxismo, ponen de manifiesto que lo que define una revolución no es el contenido económico de sus tareas sino el carácter de clase del poder que las lleva a cabo. La denominación correcta, por tanto, es la de "revolución proletaria". Por ello Enríquez al hablar, a fines de 1973, del programa del MIR dice que es un programa de revolución proletaria que tiene tareas socialistas y democráticas, cuyo objetivo es la destrucción del estado burgués, del imperialismo y del conjunto de la gran burguesía nacional y que sólo puede ser realizado por la clase obrera aliada a las capas pobres de la ciudad y el campo y a las capas bajas de la pequeña burguesía.

3.- La estrategia revolucionaria


Para los revolucionarios de mediados del siglo XIX la forma correcta de luchar por el socialismo era participar en las luchas revolucionarias de la burguesía con el objetivo de hacer permanente el proceso revolucionario. Esa participación alcanzaba su punto más alto en las insurrecciones, principalmente urbanas, mediante las cuales se llevaba a cabo el derrocamiento del viejo poder. La insurrección, una mezcla heterogénea de diversos procedimientos de lucha (huelgas, manifestaciones, combates de calle, etc.) que incorpora a sectores con también diversos niveles de conciencia, organización y capacidad de lucha, en tanto punto más alto del ascenso de las luchas populares tenía efectos políticos disociadores sobre un ejército formado fundamentalmente por la conscripción obligatoria, esto es por obreros y campesinos que sólo transitoria y accidentalmente eran parte de la columna vertebral del estado. De esta manera, si bien era casi nula la capacidad de las fuerzas insurrectas para derrotar en combate abierto al ejército, su presencia paralizaba y dividía a éste, proporcionando una fuerza militar ya formada a la insurrección.


Una vez que las burguesías comenzaron a temer más a su aliado popular que a su enemigo aristocrático se cerró el ciclo de estas revoluciones burguesas por abajo. Este proceso, además, fue paralelo a las transformaciones de la fuerza militar del estado que aumentaron su capacidad para derrotar al pueblo en los combates de calle. El revisionismo de la Segunda Internacional, en lugar de extraer como consecuencia lógica la dificultad de impulsar procesos revolucionarios con aliados burgueses, concluyó, oportunistamente, que la nueva situación ponía a la lucha electoral como la herramienta fundamental de la lucha proletaria.


En las luchas teóricas del movimiento obrero de comienzos del siglo XX, aparecían, entonces, dos tácticas aparentemente antagónicas: la táctica electoral y la insurreccional. Sin embargo, las experiencias de Rusia y Alemania mostraban que aunque las elecciones no son sino un indicador del curso de la lucha de clases, era importante para el partido obrero la utilización de estos espacios de la lucha legal y parlamentaria. Se comenzó, entonces, a utilizar la expresión "estrategia" para referirse al conjunto de tácticas (legales e ilegales, parlamentarias y de masas, pacíficas e insurrecionales) que el proletariado debía utilizar en el camino hacia el poder.


La revolución rusa, primera revolución proletaria en la historia de la humanidad, fue posible precisamente gracias a una insurrección de masas dirigida por los bolcheviques, quienes habían sabido utilizar adecuadamente los espacios legales y parlamentarios. Tanto en febrero como en octubre de 1917, el factor decisivo del triunfo de la insurrección no fue la capacidad de combate abierto de los sectores populares sino el paso a su lado de partes sustantivas de la tropa y la suboficialidad. Ello ocurría en las postrimerías de una guerra mundial que en el plano de las operaciones militares se había caracterizado por el inmovilismo de la guerra de trincheras, inmovilismo que no tenía su origen en razones técnicas sino sobre todo en la desconfianza de los mandos hacia la conducta independiente de sus propias tropas. En el curso de esa guerra avanzó sobremanera la profesionalización de los ejércitos beligerantes. Después de terminada la guerra mundial la burguesía en todos los países capitalistas asume la tarea de la formación de ejércitos profesionales, con soldados dispuestos a ir a combatir a cualquier parte del mundo sin preguntar por qué.


Por lo mismo, aunque en la oleada de la revuelta popular europea que se produjo al término de la guerra hubo la posibilidad, que no plasmó, del establecimiento de otros gobiernos obreros, después del triunfo de la revolución rusa la insurrección no proporcionó nuevos triunfos para el proletariado. En los años 20, en Estonia, en Bulgaria, en Alemania, en Indonesia y en China (incluso en Brasil en los años 30, y hasta en Chile, con los hechos de Copiapó) los partidos comunistas impulsaron insurrecciones que terminaron en el fracaso. Si nos remitimos a los análisis de la época encontramos que las causas del fracaso se achacan a circunstancias técnicas, a correlación de fuerzas, a no haber elegido adecuadamente el momento; sin embargo, todos los relatos contienen el hecho esencial, no considerado como determinante, que no se logró fracturar al ejército.


A partir de los años treinta el estalinismo hará un nuevo giro en su política de alianzas, promoviendo la alianza con sectores burgueses presuntamente progresistas, los Frentes Populares. La táctica aquí vuelve a ser la denostada táctica de la socialdemocracia: la lucha electoral y parlamentaria. En Chile, el estalinismo participó en los gobiernos frentepopulistas durante alrededor de diez años, hasta que sus aliados radicales lo pusieron fuera de la ley. Aunque para el sentido común pudiera parecer que la participación de los partidos obreros –incluso reformistas- en gobiernos burgueses es una oportunidad para dar carácter progresista a esos gobiernos y ayudar a resolver los problemas inmediatos más urgentes de la clase obrera y el pueblo, lo que ocurre en esos casos es que el gobierno "progresista" expresa una alianza de clase que excluye a sectores importantes del pueblo y, por tanto, en lugar de unir a los trabajadores incrementa sus grados de división. Así ocurrió, por ejemplo, con los gobiernos del Frente Popular en Chile, cuando la alianza entre la burguesía industrial, las capas medias funcionarias y el proletariado de la minería y la industria excluyó al campesinado e impidió la sindicalización campesina.


Luego, en los años cincuenta, los partidos comunistas levantarán para América latina con exclusividad la táctica de la lucha electoral en la búsqueda de la alianza con sectores burgueses. De este modo, a la política de coexistencia pacífica entre bloques, propugnada en el plano internacional por la Unión Soviética, sumarán la vía pacífica al socialismo. Sin embargo, en otras latitudes, los movimientos de liberación nacional y las luchas revolucionarias habían logrado nuevos éxitos en la medida que habían desarrollado unos procesos de lucha en los que desde un comienzo (muchas veces presionados por la represión) habían combinado los procedimientos clásicos de la lucha de masas con las acciones armadas. Así en China, luego de las derrotas en las insurrecciones de Cantón y Shangai, el partido comunista debió replegar sus fuerzas y desarrollar una guerra prolongada en cuyo curso se fue formando una capacidad militar del pueblo de tal magnitud que fue decisiva para enfrentar la invasión japonesa y luego asumir el poder. Algo similar ocurre en Vietnam donde en los cincuenta es derrotado el colonialismo por una fuerza social cuya capacidad militar se había forjado en décadas de lucha.


En estos casos, como en los procesos de descolonización del Africa que se viven durante las dos décadas siguientes al término de la segunda guerra mundial, el triunfo de las revoluciones (de liberación o socialistas) no es el producto de un quiebre del ejército adversario y del fortalecimiento repentino de la capacidad de decisión militar de las fuerzas populares, sino que es el fruto de un largo proceso de construcción de la capacidad militar y la fuerza armada propia del pueblo. Como en estos casos se enfrenta una fuerza débil, pero que espera fortalecerse en el futuro, con un enemigo poderoso, el enfrentamiento asume durante la mayor parte de su desarrollo el carácter de una defensiva estratégica y, por ende, la forma fundamental (no exclusiva) de lucha armada es en un comienzo la de la guerra de guerrillas. En ese proceso, en la medida que se van liberando zonas sociales y geográficas en las que el enemigo no es capaz de penetrar, se conforma, como parte del surgimiento de un nuevo poder, una fuerza armada con crecientes características de ejército regular.





En la generalidad de los casos, el momento decisivo de la lucha por el poder se resuelve con un levantamiento generalizado del pueblo, pero ahora la insurrección se apoya no en una fracción desgajada del ejército burgués sino en sus propias fuerzas armadas revolucionarias. Esta forma de enfrentar el problema del poder tuvo en América latina un gran auge después del triunfo de la revolución cubana, aunque no es ese triunfo lo único que influye. En las discusiones y conceptualizaciones de los revolucionarios chilenos de los sesenta hay tres fenómenos que tienen una gran influencia: la revolución cubana como ejemplo de que era posible en nuestro continente llevar adelante una revolución proletaria, la revolución argelina como ejemplo de una lucha de liberación victoriosa contra un enemigo infinitamente más poderoso, la disputa chino-soviética que ponía de relieve el ejemplo de lucha de la revolución china como un proceso más complejo en el que aparecía más nítida la construcción de la fuerza militar de la revolución proletaria.



Es cierto que parte de la nueva izquierda revolucionaria chilena y latinoamericana no vio de todo esto mucho más que una caricatura guerrillerista y foquista de la revolución cubana. Los escritos de Regis Debray (impulsados por la debilidad teórica de los revolucionarios cubanos ya en franco proceso de derrota a manos del reformismo) ayudaron poderosamente a incentivar esta concepción foquista que, en lugar de discutir los objetivos programáticos y las concepciones políticas de la izquierda tradicional, consideraba suficiente impulsar un foco guerrillero, creyendo que en la medida que la guerrilla se consolidara, el reformismo se iba a transustanciar en un apoyo para la lucha revolucionaria. Así, en Perú, en Bolivia y en otros países del continente se formaron pequeñas organizaciones que emprendieron rápidamente la senda del monte si darse el trabajo previo de desarrollarse en el seno de las masas. En Chile, la discusión de Enríquez con las tentaciones foquistas fue constante. Incluso dentro del propio MIR no faltaban quienes consideraban que el defecto fundamental de la izquierda tradicional era tan sólo la falta de decisión en asumir la lucha armada y que, por tanto, subvaloraban las diferencias programáticas y estratégicas. Más de un grupo se fue del MIR en los sesenta porque consideraba que Enríquez y la dirección postergaban innecesariamente el inicio de la lucha armada.


En otros países, sin embargo, surgieron organizaciones que, ya sea como producto de una reflexión previa, ya sea gracias a una notable capacidad de asimilar las experiencias de los primeros golpes represivos, intentaron establecer formas de lucha armada en el seno de la propia lucha de masas, asumiendo principalmente, por tanto, el carácter de acciones urbanas o semiurbanas El conocimiento histórico y la experiencia contemporánea nutrió la concepción estratégica de Enríquez de manera tal que en 1965 presenta al Congreso Constituyente del MIR algo que era una absoluta novedad para un congreso de una organización política: una tesis político militar que explicitaba las concepciones estratégicas de la nueva organización y que se denominaba "La conquista del poder por la vía insurreccional". En síntesis, luego de discutir la tesis reformista de que Chile era un país tan excepcional en América latina que aquí, a diferencia del resto del continente, no se podía hacer lucha armada, Enríquez planteaba la necesidad de la violencia para la conquista del poder por el proletariado y mostraba los dos modelos históricos de esa lucha armada: el modelo insurreccional y el de la guerra prolongada. Sobre la base de ese análisis Enríquez caracterizaba la lucha revolucionaria en Chile como una guerra revolucionaria de carácter prolongado, que se desarrollaría como parte del proceso de construcción de una capacidad de lucha del proletariado y el pueblo en los diversos ámbitos de la lucha de clases, y que culminaría con una insurrección de todo el pueblo en la cual el ejército revolucionario tendría un papel central.


Esta concepción básica se sostiene y desarrolla durante los siguientes nueve años de acción política de Enríquez. En ese desarrollo fueron surgiendo conceptos más precisos, como el de fuerza social revolucionaria, para caracterizar el agente y producto de la lucha revolucionaria; se fueron precisando las características concretas de diversas formas de acción armada de masas; se fue valorando de manera más precisa la utilización revolucionaria de los momentos de expansión de las libertades democráticas para avanzar a pasos agigantados en la construcción de la fuerza social revolucionaria; se precisó, y desarrolló, el rol del trabajo político revolucionario en el seno de las fuerzas armadas burguesas; etc. Más allá de estos desarrollos, cuya explicación requeriría introducirse en una discusión detallada, es importante precisar que la experiencia de la agudización de la lucha de clases durante el gobierno de Allende, permitió a Enríquez y la dirección del MIR recuperar y aplicar herramientas de análisis político vitales para una correcta apreciación del momento estratégico y de las tareas de la táctica. En los análisis e informes que Enríquez y la dirección del MIR hacen en 1971 y 1972, en lugar de recurrir a las etiquetas y a las identificaciones políticas obvias de los protagonistas principales, se cobra conciencia de que esos protagonistas expresan fuerzas sociales cuya caracterización se va logrando en forma paulatina en la medida que se expresan en el terreno de la lucha de clases. Por ello se construye una metodología de análisis de esas expresiones de la lucha de clases que permita reconstruir sin distorsiones el proceso efectivo de las luchas sociales.


Dicho en términos sencillos. Una visión marxista simplista partiría por reconocer la existencia de diversas clases sociales y, sobre esa "base", de fuerzas políticas que representan a esas clases. A lo más se podría considerar que algunas de esas fuerzas políticas expresan un cierto abanico policlasista, pero siempre representan fundamentalmente una de esas clases o sectores de clase mientras que los otros sectores representados son aliados, generalmente en posición subordinada. La oleada estructuralista –esencialmente reaccionaria y antidialéctica- del marxismo europeo de los sesenta fortaleció esos análisis dándoles una apariencia cientificista. Pero cuando Enríquez y la dirección del MIR tratan de entender lo que está ocurriendo entre 1970 y 1973, advierten que en la lucha de clases real los enfrentamientos sociales y políticos tienen una complejidad que escapa a los estrechos límites de los análisis estructuralistas. Lo que hay en presencia son fuerzas sociales vivas que se expresan en los diversos campos de la lucha de clases (económico, político, ideológico) y que recubren, todas, a una diversidad de sectores de clase.


Dicho de otro modo, la sociedad no está de buenas a primeras fragmentada entre los de arriba y los de abajo. Por ejemplo, la candidatura de Alessandri en 1970 expresaba a algunos sectores populares del mismo modo que la candidatura de Allende expresaba a algunos sectores burgueses. Es tarea precisamente de los revolucionarios el conducir la lucha de clases del proletariado y el pueblo de modo que la polarización social adquiera el carácter de una polarización clasista, que las luchas sociales y políticas aparezcan como una lucha de clases plenamente desarrollada. En los periodos de desarrollo lento de la historia, en que las fuerzas sociales evolucionan pausadamente, es posible caracterizarlas a partir de sus expresiones políticas. Por ejemplo, todavía a fines de los sesenta era posible entender las luchas políticas a partir de los enfrentamientos entre tres bandos: la derecha, la democracia cristiana y la unidad popular. Pero cuando la lucha de clases se agudiza, clases y representaciones son atravesadas por transformaciones tales que las etiquetas establecidas ya dicen poco y surgen procesos sociales que parecen carecer de explicación.


Por ejemplo, si se supone que los enfrentamientos políticos entre la UP y sus adversarios expresan los enfrentamientos entre el pueblo y las clases dominantes, entonces hay poco espacio para comprender los enfrentamientos entre la UP y el movimiento campesino (reprimido ya desde febrero de 1971), o la conducta reaccionaria y pro golpista de los obreros del cobre (teóricamente favorecidos con la única medida transformadora de la UP que ha sobrevivido por más de 30 años: la nacionalización del cobre), u otros fenómenos del mismo tipo. De allí que los análisis políticos realizados por Enríquez y la dirección del MIR sean enormemente cuidadosos en la caracterización de las fuerzas sociales que se enfrentan, y que incluso busquen muy conscientemente denominarlas de la manera más ateórica posible (el jarpismo, el freísmo, el allendismo) de manera de no inducir con la designación a errores respecto a su real carácter. Ese mismo análisis, al caracterizar acertadamente las posiciones de las fuerzas sociales en presencia y al detectar el surgimiento del núcleo de una fuerza social revolucionaria, recupera la conceptualización leninista de la periodización histórica (los periodos de desarrollo rápido y los periodos de desarrollo lento de la lucha de clases) y al aplicarla a la evolución de la situación nacional la caracteriza como una situación prerrevolucionaria, deduciendo de ello las tareas tácticas apropiadas.


El hilo conductor de estas tareas en la situación prerrevolucionaria es, naturalmente, la estrategia. Se concibe el desenlace de la situación prerrevolucionaria como un enfrentamiento, promovido por la reacción, en el cual es prácticamente imposible que el pueblo pueda salir victorioso; por lo mismo el enfrentamiento debe ser conducido de manera tal de asegurar que pese a la derrota se puede continuar la lucha bajo la forma de una guerra revolucionaria prolongada. Se tenía esperanzas que los altos grados de conciencia y organización logrados por el pueblo chileno durante el gobierno de Allende iban a permitir una resistencia masiva al golpe de estado, con formas semiinsurrecionales de lucha (desde 1971 se desarrolla, por ejemplo, el concepto de "masa armada") y que ello podría hacer posible la subsistencia de áreas o localidades como zonas liberadas bajo el poder popular. Si el nivel alcanzado de desarrollo de la fuerza social revolucionaria hacía posible este desenlace, el enfrentamiento al golpe se continuaría de inmediato como guerra revolucionaria.


Sabemos que ello no fue así, que el golpe de Estado se produjo cuando ya se había iniciado el reflujo y la resistencia al mismo no tuvo el carácter previsto. Aunque esto ponía las cosas en plazos más largos Enríquez no cae en la tentación foquista o militarista, sino que sigue considerando que el inicio de la guerra revolucionaria sólo es posible cuando las luchas sociales han generado la emergencia de una, aunque sea incipiente, fuerza social revolucionaria que se expresa en los diversos terrenos de la lucha de clases y, como consecuencia de esa expresión, no como consecuencia de un mero ejercicio de la voluntad de los revolucionarios, también en el plano de la lucha militar.

Ello no excluye que la preservación de las condiciones de construcción de la fuerza social social revolucionaria (sea en condiciones de democracia o de dictadura) implique tanto la defensa armada de los cuadros revolucionarios cuanto la defensa armada de las acciones de propaganda y agitación, pero se trata en ello de acciones armadas que no tienen objetivos militares. Por eso, Enríquez sigue después del golpe sosteniendo que la estrategia del MIR está dirigida a construir una fuerza social revolucionaria capaz de iniciar una guerra revolucionaria y, a partir de esta guerra, construir el ejército revolucionario del pueblo capaz de derrocar a la dictadura militar, conquistar el poder para los trabajadores e instaurar un gobierno revolucionario de obreros y campesinos que complete las tareas de la revolución proletaria. Para el logro de ese objetivo la mantención y preservación en Chile de los cuadros revolucionarios era una herramienta esencial.
En el curso del año 1974, en la medida que el cerco dictatorial hacía más difícil la relación del MIR con las masas, Enríquez considera necesario preparar las condiciones para el desarrollo de la propaganda armada, pero poniendo énfasis en que ello ni implicaba el inicio de la guerra revolucionaria. De esta manera, incluso en los momentos de derrota, sigue sosteniendo la conceptualización estratégica de una guerra revolucionaria que no es el fruto de la acción de un partido sino una forma más de expresión de una fuerza social revolucionaria.

Los materiales con que fue hecho este homenaje al Cro. Miguel Enríquez, fue tomado del Centro de Estudios Miguel Enríquez, Revista Punto Final, Revista Chile Vive.

Sunday, January 06, 2008

EL MILITARISMO Y LAS GUERRAS VENIDERAS



Este ensayo está basado en el Prefacio a la reciente edición turca de Socialismo o Barbarie: del "siglo Americano" al cruce de caminos, de István Mészáros. Fue escrita con anterioridad a la reciente invasión de Iraq por los EEUU.


1


No es la primera vez en la historia que el militarismo gravita como una pesadilla en la conciencia de la gente. Para entrar en detalles habría que ir bastante lejos. Sin embargo, aquí sólo será necesario ir atrás en la historia sólo hasta el siglo XIX cuando el militarismo, como un instrumento principal en la ejecución política, llegó por sí mismo, con el despliegue del imperialismo moderno a una escala global, en contraste con variedades más tempranas—y mucho más limitadas. Hacia el último tercio del siglo XIX, los imperios británico y francés no serán los únicos gobernantes prominentes de vastos territorios. Los Estados Unidos, también, dejó su pesada huella al apoderarse directa o indirectamente de las ex colonias del Imperio Español en América Latina, agregando a esto la sangrienta represión de las grandes luchas libertarias en las Filipinas, e instalándose como gobernantes en toda esta área, de una manera que aún persiste de una forma o de otra. Tampoco podríamos olvidar las calamidades causadas por las ambiciones imperialistas del "Canciller de Hierro", Bismarck. Y su agravada continuación por parte de sus sucesores, que resultó en la erupción de la Primera Guerra Mundial y sus secuelas de profundos antagonismos, que acarrearon consigo el revanchismo nazista de Hitler y que tan claramente diseñaron los contornos de la misma Segunda Guerra.
Son bastante obvios los peligros y los inmensos sufrimientos causados por todos los intentos de solucionar problemas sociales profundamente arraigados, mediante la intervención militarista, en cualquier escala. Sin embargo, si miramos más de cerca las tramas históricas de las aventuras militaristas, llega a ser espantosamente claro que éstas muestran una mayor intensificación, y escalas crecientes, desde enfrentamientos locales a las dos horrendas guerras mundiales en el siglo XX, hasta llegar a acercarse a la aniquilación potencial de la humanidad al aproximarnos a nuestro tiempo.
Es muy relevante mencionar en este contexto al distinguido oficial prusiano, estratego práctico y téorico, Karl Marie von Clausewitz (1780-1831), que murió en el mismo año que Hegel, ambos víctimas del cólera. Von Clausewitz, en los últimos treinta años de su vida, fue director de la Escuela Militar de Berlin , y en su libro póstumo---Vom Kriege (De la Guerra, 1833)—ofreció una definción clásica de la relación entre la guerra y la política, que se cita con bastante frecuencia:"la guerra es la continuación de la política por otros medios".
Esta famosa definición se mantuvo hasta muy recientemente, pero ya ha llegado a ser insostenible en nuestro tiempo. Ella asume la racionalidad de las acciones que conectan los dos dominios de la política y de la guerra, como continuación el uno del otro. En este sentido, la guerra en cuestión ha de ser ganable, al menos en principio, aún cuando errores de cálculo que conduzcan a una derrota pueden ser contemplados a un nivel instrumental. La derrota en sí misma no podría destruir la racionalidad de la guerra como tal, ya que después—por desfavorable que fuere –una nueva consolidación de la política de la parte derrotada, podría planear otro round de guerra como continuación racional de su política por otros medios. Por eso, la condición absoluta de la ecuación de von Clausewitz que debía satisfacerse era la ganabilidad de la guerra en principio, a fin de poder recrear un "ciclo eterno" de politica que conduce a la guerra, y de nuevo a políticas que lleven a otras guerras, y así ad infinitum. Los actores para tales enfrentamientos eran los estados nacionales. No importando cuan monstruoso pudiera ser el daño inflingido por ellos a sus adversarios, y aun a su propio pueblo (recordemos a Hitler!), la racionalidad del empeño militar estaba garantizada si la guerra podía considerarse ganable en principio.
Hoy día la situación es cualitativamente diferente por dos razones principales. Primera, el objetivo para una guerra viable en la presente fase del desarrollo histórico, de acuerdo con los requerimientos objetivos del imperialismo –la dominación mundial por el estado capitalista más poderoso, a tono con su propio designio político de una ruda "globalización" autoritaria (adornada con el "libre cambio" en un mercado global dirigido por los E.U.)—es en última instancia inganable, aunque perfilaría la destrucción de la humanidad. Este objetivo no puede considerarse ni imaginarse como objetivo racional, de acuerdo con el requerimiento racional estipulado de "la continuación de la política por otros medios", conducido por una nación o grupo de naciones contra otro. La agresiva imposición de la voluntad de uno sobre otros, aún si por razones tácticas cínicas la tal guerra es absurdamente disfrazada como una "guerra puramente limitada", que llevará a "otras guerras puramente limitadas y con un final impreciso abierto", sólo puede ser calificada como irracionalidad total.
La segunda razón refuerza grandemente a la primera. Pues las armas que ya se encuentran disponibles para librar la guerra o las guerras del siglo XXI son capaces de exterminar no sólo al adversario sino también a la humanidad completa, por primera vez en la historia. Ni siquiera podemos tener la ilusión de que estas armas marcan el final del camino. Otras, aún más instantáneamente letales, pueden aparecer mañana o pasado. Todavía más, amenazar con el uso de tales armas ha llegado a considerarse como una estrategia política de estado aceptable..
Asi, si ponen juntas estas dos rezones , la conclusión que obtengan es insoslayable: tener en el mundo de hoy a la guerra como el mecanismo del gobierno global , supone que nos encontramos frente al precipicio de la irracionalidad absoluta, del que no es posible escapar si seguimos aceptando el actual curso de desarrollo.. Lo que ha estado faltando de la clásica definición de la guerra elaborada por von Clausewitz, "como la continuación de la política por otros medios", ha sido la investigación de las causas más profundas de la guerra y de la posibilidad de evitarlas. La necesidad de enfrentar tales causas es hoy más urgente que antes. Ya que la guerra del siglo XXI que ya pende sobre nuestras cabezas ya no es sólo "no ganable en principio". Peor todavía: esta guerra "en principio es imposible de ganar". Consecuentemente, al tomar el camino de la guerra, como lo señala ese documento estratégico de la administración americana, del 17 de septiembre del 2002, Bus se sitúa en un extremo en donde la irracionalidad de Hitler se puede ver como modelo de racionalidad.


2


Desde el 11 de septiembre del 2001, Washington ha venido imponiendo con gran cinismo sus políticas agresivas al resto del mundo. La justificación dada para el pretendido cambio de curso de la "tolerancia liberal" a lo que ahora se ha llamado "defensa resuelta de la libertad y de la democracia", es que el 11 de septiembre del 2001, los Estados Unidos llega a ser la víctima del terrorismo mundial y que para responder es imperativo librar una indefinida e indefinible –pero en los hechos arbitrariamente definida, del modo que convenga a los círculos más agresivos de los EEUU--- "guerra contra el terror". La aventura militar en Afganistán se admite que fue sólo la primera de una ilimitada serie de "guerras preventivas" en que se embarcarán en el futuro. El siguiente en la lista, es nada menos que aquél que hace poco tiempo era el aliado favorito, Irak, esto, en orden a producir la apropiación por los Estados Unidos, de los vastos recursos petroleros del Medio Oriente—lo que es crucial para llegar a controlar a otros rivales potenciales.
Sin embargo, el orden cronológico de la actual doctrina militar americana es presentado en un ordenamiento inverso. En realidad no puede haber dudas de que "el cambio de curso" posterior al 11 de Septiembre del 2001, que se dice que se hizo posible mediante la dudosa elección de George W. Bush a la Presidencia en vez de Al Gore. Pero el Presidente demócrata Clinton llevaba a cabo el mismo tipo de políticas que su sucesor republicano, sólo que en una forma camuflada. En cuanto al candidato presidencial Al Gore, declaraba en diciembre del 2002 que apoyaba plenamente la guerra contra Irak, ya que tal guerra "no significaba un cambio de régimen", sino simplemente "desarmar al régimen que posee armas de destrucción masiva" ¿Puede uno llegar a ser más cínico e hipócrita ?
Yo he estado firmemente convencido desde largo tiempo, que desde los comienzos de la crisis estructural del capital a fines de los 1960s o comienzos de los 1970s, vivimos en una nueva fase del imperialismo, con Estados Unidos como su fuerza dominante absoluta. Yo llamaba a esto en Socialismo o Barbarie, "la nueva fase histórica del imperialismo hegemónico global".
La crítica al imperialismo de EEUU –en contraste con las fantasías de moda sobre "el imperialismo deterritorializado", que se suponía no se acompañaba de la ocupación militar de otros territorios nacionales—constituye el tema central de mi libro. El largo capítulo titulado "La fase potencialmente más mortífera del imperialismo", fue escrita dos años antes del 11 de septiembre del 2001, y entregada como una conferencia pública en Atenas el 19 de octubre de 1999. Entonces subrayaba: "la forma extrema para amenazar a un adversario en el futuro—la nueva diplomacia de las cañoneras será el chantage nuclear" (pg.40) Desde el tiempo en que se publicaron esas líneas en un periódico griego, el primero de marzo del 2000 , y en un libro completo en italiano, en septiembre del 2000, el gran giro estratégico militar hacia la amenaza nuclear final—que habría de iniciar una aventura militar que precipitaría la destrucción de la humanidad—ya dejó de ser camuflada para transformarse en la doctrina oficial de los EEUU. . No podía uno siquiera imaginar que la declaración abierta de tal estrategia fuera una ociosa amenaza contra un propagandizado "eje del mal". Después de todo fue precisamente EEUU quien en la realidad usó las armas atómicas de destrucción masiva contra el pueblo de Hiroshima y Nagasaki.
Cuando consideramos estos temas de extrema gravedad, no nos podemos dar por satisfechos con cualquier sugestión que indique hacia alguna particular y siempre cambiante coyuntura. Más bien, debemos colocarlos sobre un fondo de desarrollos económicos, sociales y políticos profundamente estructurado. Esto es muy importante si queremos plantearnos una estrategia viable para contrarrestar a las fuerzas responsables de un estado de cosas tan peligroso. La nueva fase histórica del imperialismo hegemónico global no es simplemente una manifestación de las relaciones existentes en la "big power politics", para la mayor ventaja de los EEUU, contra la cual un futuro realineamiento entre los más poderosos estados, y aún algunas muy bien organizadas manifestaciones en la arena política, pudiera afirmarse exitosamente. Desafortunadamente, lo que ocurre es mucho peor que eso. Ya que de darse tales eventualidades, si es que llegan a ocurrir, todavía tendrían que vérselas con las causas subyacentes y con las determinaciones estructurales todavía intactas.
Planteando las cosas directamente, la nueva fase del imperialismo global hegemónico está preponderantemente bajo la dirección de los EEUU, mientras los otros posibles poderes imperialistas simplemente se resignan a colgarse de los EEUU, aunque, por supuesto, de ninguna manera para la eternidad. Uno, por supuesto puede descubrir, sobre la base de las inestabilidades ya visibles, las explosiones futuras de pesados antagonismos entre los poderes mayores. ¿Pero todo eso, por si mismo, ofrece alguna respuesta a las contradicciones sistémicas en juego, sin que con eso hagan un llamado a las determinaciones causales en las raíces de los desarrollos imperialistas? Sería muy ingenio creer que esto se pudiera..
Aquí sólo quiero enfatizar una preocupación central, esto es, que la lógica del capital es absolutamente inseparable del imperativo de dominio del fuerte sobre el débil. Aun cuando uno piensa lo que es generalmente considerado el constituyente más positivo del sistema, la competencia que resulta en expansión y en avance, su compañero necesario es el impulso hacia el monopolio y la subyugación y el exterminio de los competidores que se ponen en el camino del monopolio en auto-afirmación. El imperialismo, a su turno, es el resultado necesario del incansable impulso del capital hacia el monopolio. Las fases cambiantes del imperialismo tanto encarnan como afectan los cambios en el desarrollo histórico en marcha.
Con respecto a la actual fase del imperialismo, dos aspectos íntimamente conectados son de primerísima importancia. El primero es que la tendencia última, material/ económica del capital es ir hacia la integración global, la que, sin embargo, no puede asegurar en el nivel político. Y esto se debe en una gran parte a que el sistema global del capital se despliega a lo largo de la historia en la forma de una multiplicidad de estados nacionales divididos y opuestos antagónicamente. Ni aún las más violentas colisiones imperialistas del pasado pudieron producir un resultado durable a este respecto. No pudieron imponer la voluntad del más poderoso estado nacional a sus rivales, sobre una base permanente. El segundo aspecto de nuestro problema, que es la otra cara de la misma medalla, es que a pesar de todos los esfuerzos el capital fracasa en producir el estado del capital como tal. Esta permanece como la más grave la las complicaciones a futuro, a pesar de todos los discursos sobre la "globalización" . El imperialismo hegemónico global dominado por los EEUU, es un intento del estado de EEUU por imponerse sobre los otros, tarde o temprano como "el estado internacional" del sistema capitalista. Un intento que de la partida está condenado a fracasar. Aquí también nos enfrentamos con una contradicción masiva. Ya que en el reciente y más agresivo documento estratégico de los EEUU, éste trata de justificar la proclamada "validez universal" de sus políticas en nombre de "los intereses nacionales americanos", junto con negarle a los otros esa misma posibilidad.


3.


Aquí podemos ver la relación contradictoria entre una contingencia histórica—el que el capital americano se encuentre a si mismo, en el tiempo presente, en una posición preponderante—y la necesidad estructural del sistema capitalista en sí mismo. La última puede ser convocada en la forma del irresistible impulso material hacia la integración monopólica global, a cualquier costo, aún cuando éste signifique directamente dañar la misma sobrevivencia de la humanidad. Así, aún cuando uno puede computar exitosamente en el nivel político la fuerza de la contingencia histórica que prevalece en América—que fue precedida por otras configuraciones imperialistas en el pasado y que podrán ser seguidas por otras en el futuro (si llegamos a sobrevivir los explosivos peligros del presente)—la necesidad estructural o sistémica de la lógica en último término monopolística global del capital, permanecerá presionando como lo hizo siempre. Sea cual fuere la forma particular que en el futuro asuma la contingencia histórica, la necesidad sistémica subyacente continuará siendo dirigida por la tendencia a la dominación global.
El asunto entonces, no es simplemente la aventura militar de un determinado círculo político –las aventuras militaristas, esto es, aquéllas que pueden ser atajadas y exitosamente superadas al nivel político-militar. Las causas están mucho más profundamente enraizadas y no pueden ser contraatacadas sin introducir cambios muy fundamentales en las determinaciones sistémicas internas del capital como un modo de control metabólico –de reproducción total—que abraza no sólo los dominios económico y político-militar, sino también la mayoría de las mediaciones culturales y de las interrelaciones ideológicas. Aún la expresión "complejo militar-industrial" –introducida con un sentido crítico por el presidente Eisenhower, que sabía una o dos cosas acerca de eso—claramente indica que lo que nos preocupa es algo mucho más firmemente establecido y tenaz que algunas determinaciones (y manipulaciones ) político-militares que pueden ser en principio revertidas en ese nivel. La guerra como "la continuación de la política por otros medios" siempre nos amenazará dentro del marco actual de la sociedad, y ahora, con la aniquilación total. Nos amenazará tanto tiempo como seamos incapaces de enfrentar las determinaciones sistémicas en la base de las decisiones políticas que llevan a las guerras trayendo consigo políticas de antagonismos intensificados que tienen que explotar en guerras todavía mayores. Saquemos del cuadro, en beneficio del argumento y con algún optimismo, la actual contingencia histórica del capital americano y todavía nos quedamos con la necesidad sistémica del capital por un orden de producción aún más destructivo, que pone por delante contingencias históricas cambiantes y todavía específicamente más peligrosas.
La producción militarista, encarnada hoy primordialmente en el "complejo militar industrial" no es entidad independiente, reguladas por fuerzas militaristas autónomas que sólo son responsables de las guerras. Rosa Luxemburgo fue la primera en poner estas relaciones en la perspectiva adecuada cuando en una época tan temprana como 1913, en su obra clásica La Acumulación del Capital, publicada en inglés 50 años más tarde, proféticamente subrayó –y de esto hace 90 años—la importancia de la producción militarista, indicando que:
El capital en última instancia controla este movimiento automático y rítmico de la producción militarista a través de la legislatura y de la prensa cuya función es moldear la llamada "opinión pública" es por esto, que esta provincia particular de la acumulación capitalista parece capaz de una expansión infinita (Routledge, London, 1963, p. 466).
Así pues, nos preocupa esta conjunto de indeterminaciones que deben ser vistas como partes de un sistema orgánico. Si queremos combatir la guerra como un mecanismo del gobierno global, como debemos hacerlo para salvaguardar nuestra propia existencia, entonces debemos situar en su propia dimensión causal los cambios históricos que han ocurrido en las últimas décadas. El designio de un estado nacional superpoderoso por controlar a los otros, siguiendo los imperativos que emanan de la lógica del capital, sólo puede llevar al suicidio de la humanidad. Al mismo tiempo, debe reconocerse que la contradicción igualmente insoluble entre las aspiraciones nacionales que explotan cada vez en devastadores antagonismos --y el internacionalismo puede ser resuelto si se le regula sobre una base plenamente equitativa, lo que es totalmente inconcebible en el orden jerárquicamente estructurado del capital.
Por tanto, en conclusión, para poder visualizar una respuesta viable a los retos planteados en la fase presente del imperialismo hegemónico global, debemos contrarrestar la necesidad sistémica del capital por el trabajo subyugado globalmente cualquiera sea la agencia social o circunstancia social que lo provea. Naturalmente, esto es factible sólo a través de una alternativa radicalmente diferente al impulso hacia la globalización monopolista/ imperialista, en el espíritu del proyecto socialista encarnado en el despliegue progresivo del movimiento de masas. Pues sólo cuando éste llegue a ser una realidad irreversible, cuando para decirlo con las hermosas palabras José Martí "la patria sea la humanidad", sólo entonces, las contradicciones destructivas entre el desarrollo material y las relaciones políticas humanamente satisfactorias, quedarán permanentemente enterradas en el pasado.


Enero 2003


Trad.F.García para Globalización,

Versión en inglés: I.Mészáros: Militarism and the Incoming Wars