Monday, March 27, 2006

LA REESTRUCTURACIÓN CAPITALISTA Y EL SISTEMA-MUNDO


por Immanuel Wallerstein

[Conferencia magistral en el XX° Congreso de la Asociación Latinoamericana de Sociología, México, 2 al 6 de octubre de 1995]

Celebramos el XX° Congreso de ALAS y discutimos las perspectivas de la reconstrucción de la América Latina y del Caribe. No es un tema nuevo. Se lo discute en América Latina desde 1945, si no desde el siglo XVIII. ¿Qué podemos decir ahora que sea diferente de lo que ya se ha dicho?
Creo que nos encontramos en un momento de bifurcación fundamental en el desarrollo del sistema-mundo. Pienso que, no obstante, lo discutimos como si se tratara de una transición ordinaria en el cauce de una evolución cuasi-predestinada. Lo que debemos hacer es "impensar" no sólo el desarrollismo neoclásico tradicional, sino también el desarrollismo de sus críticos de izquierda, cuyas tesis resurgen regularmente a pesar de todos sus rechazos, pero que en realidad comparten la misma epistemología.
Yo voy elaborar dos tesis principales en esta ponencia. Tesis No. 1: Es absolutamente imposible que la América Latina se desarrolle, no importa cuales sean las políticas gubernamentales, porque lo que se desarrolla no son los países. Lo que se desarrolla es únicamente la economía-mundo capitalista y esta economía-mundo es de naturaleza polarizadora. Tesis No. 2: La economía-mundo capitalista se desarrolla con tanto éxito que se está destruyendo y por lo cual nos hallamos frente a una bifurcación histórica que señala la desintegración de este sistema-mundo, sin que se nos ofrezca ninguna garantía de mejoramiento de nuestra existencia social. A pesar de todo, pienso que les traigo a Vds. un mensaje de esperanza. Veamos.
Empecemos con la Tesis No. 1. Las fuerzas dominantes del sistema-mundo han sostenido, desde por lo menos los comienzos del siglo XIX, que el desarrollo económico fue un proceso muy natural, que todo lo que se requiere para realizarlo es liberar las fuerzas de producción y permitir a los elementos capitalistas crecer rápidamente, sin impedimentos. Evidentemente, también fue esencial la voluntad. Cuando el estado francés empezaba a reconstruir la vida económica de sus colonias a principios del siglo XX, se llamaba a esta política "la mise en valeur des territoires" ("la valorización de los territorios"). Eso lo dice todo. Antes los territorios no valían nada, y luego (con el desarrollo impuesto por los franceses) valen algo.
Desde 1945, la situación geopolítica cambiaba fundamentalmente con el alcance político del mundo non- "europeo" o non-occidental. Políticamente el mundo no occidental se dividía en dos sectores, el bloque comunista (dicho socialista) y el otro denominado el Tercer Mundo. Desde el punto de vista del Occidente, y evidentemente sobre todo de los Estados Unidos, el bloque comunista fue dejado a su propia cuenta, para que sobreviviera económicamente como pudiera. Y este bloque eligió un programa estatal de industrialización rápida con el objetivo de "superar" al Occidente. Jruschov prometía "enterrar" a los Estados Unidos en el año 2000.
La situación en el Tercer Mundo fue bastante diferente. En los primeros años después de 1945, los Estados Unidos concentró todos sus esfuerzos en ayudar a Europa occidental y al Japón a "reconstruirse." Al principio, ignoró largamente al Tercer Mundo, con la excepción parcial de la América Latina, campo de preferencia para los Estados Unidos desde largo tiempo antes. Lo que predicaba los Estados Unidos en América Latina era la tradicional canción neoclásica: abrir las fronteras económicas, permitir la inversión extranjera, crear la infraestructura necesaria para fomentar el desarrollo, concentrarse en las actividades para las cuales tienen estos países una "ventaja comparativa." Una nueva literatura científica comenzaba a aparecer en los Estados Unidos sobre el "problema" del desarrollo de los países subdesarrollados.
Los intelectuales de la América Latina fueron muy recalcitrantes a esta prédica. Reaccionaron bastante ferozmente. La primera reacción importante fue la de la nueva institución internacional, la CEPAL, presidida por Raúl Prebisch, cuya creación misma fue contestada enérgicamente por el gobierno estadounidense. La CEPAL negaba los beneficios de una política económica de fronteras abiertas y afirmaba en contra un rol regulador de los gobiernos a fin de reestructurar las economías nacionales. La recomendación principal fue la de promover la sustitución de importaciones por la protección de las industrias nacientes, una política ampliamente adoptada. Cuando resumimos las acciones sugeridas por la CEPAL, vemos que lo esencial fue que si el Estado seguía una política sabia podría asegurar el desarrollo nacional y, en consecuencia, un aumento serio en el producto nacional bruto per capita.
Hasta cierto punto, las recomendaciones de CEPAL fueron seguidas por los gobiernos latinoamericanos y efectivamente hubo una mejoría económica, aunque limitada, en los años cincuenta y sesenta. Sabemos ahora que esta mejoría no perduró y fue, en primer término, consecuencia de la tendencia general de las actividades económicas a nivel mundial en un período Kondratieff-A. En todo caso, la mejora de la situación media en América Latina parecía insignificante para la mayoría de los intelectuales latinoamericanos que decidieron radicalizar el lenguaje y los análisis de la CEPAL. Hemos llegado a la época de los dependentistas, primera versión (entre otros Dos Santos, Marini, Caputo, Cardoso de los años 60, y Frank, lo mismo que Amin fuera de América Latina).
Los dependentistas pensaban que tanto los análisis como los remedios preconizados por la CEPAL eran muy tímidos. De un lado, pensaban que para desarrollarse, los gobiernos de los países periféricos deberían ir mucho más allá de una simple sustitución de importaciones; deberían, en las palabras de Amin, desconectarse definitivamente de la economía-mundo capitalista (según, implícitamente, el modelo de los países comunistas).
De otro lado, los análisis de los dependentistas fueron mucho más políticos. Incorporaron a sus razonamientos las situaciones políticas presentes en cada país y en el sistema-mundo. Consideraban en consecuencia las alianzas existentes y potenciales y en fin los obstáculos efectivos a una reestructuración económica. Por supuesto, aceptaban que el rol de las sociedades transnacionales, de los gobiernos occidentales, del FMI, del Banco Mundial y todos los otros esfuerzos imperialistas, eran negativos y nefastos. Pero, al mismo tiempo, y con una pasión igual, si no más vigorosa, atacaban a los partidos comunistas latinoamericanos y detrás de ellos a la Unión Soviética. Dijeron que la política abogada por estos partidos, una alianza entre los partidos socialistas y los elementos progresistas de la burguesía, equivalía a fin de cuentas a las recomendaciones de los imperialistas, de un reforzamiento del rol político y social de las clases medias, y una tal política no podría lograr una revolución popular. En suma, eso no era ni revolucionario, ni eficaz, si el objetivo era una transformación social profunda.
Los dependentistas escribían en un momento de euforia de la izquierda mundial: la época del Che y del foquismo, de la revolución mundial de 1968, de la victoria de los vietnamitas, de un maoísmo furioso que se expandía a prisa a través del mundo. Pero el Oriente no era ya tan rojo como se proclamaba. Todo eso no tomaba en consideración los comienzos de una fase Kondratieff-B. O mejor dicho, la izquierda latinoamericana y mundial pensaba que el impacto de un estancamiento de la economía-mundo afectaría en primer lugar las instituciones políticas y económicas que sostienen el sistema capitalista. En realidad, el impacto más inmediato fue sobre los gobiernos llamados revolucionarios en el Tercer Mundo y en el bloque comunista. Desde los años setenta, todos estos gobiernos se hallaron en dificultades económicas y presupuestarias enormes que no podían resolver, inclusive parcialmente, sin comprometer sus políticas estatales tan publicitadas y sus retóricas tan acariciadas. Comenzaba el repliegue generalizado.
A nivel intelectual fue introducido el tema del desarrollo dependiente (Cardoso de los años 70 y otros). Es decir, un poco de paciencia, compañeros; un poco de sabiduría en la manipulación del sistema existente, y podremos hallar algunas posibilidades intermedias que son al menos un paso en la buena dirección. El mundo científico y periodístico iniciaba el concepto de los NICs (New Industrial Countries). Y los NICs eran propuestos como los modelos a imitar.
Con el estancamiento mundial, la derrota de los guevarismos, y el repliegue de los intelectuales latinoamericanos, los poderosos no necesitaban más las dictaduras militares, no mucho más en todo caso, para frenar los entusiasmos izquierdistas. ¡Olé!, viene la democratización. Sin duda, vivir en un país pos-dictadura militar era inmensamente más agradable que vivir en los cárceles o en el exilio. Pero, visto con más cuidado, los "vivas" para la democratización en América Latina fueron un poco exageradas. Con esta democratización parcial (incluidas las amnistías para los verdugos) venían los ajustes à la FMI y la necesidad para los pobres de apretarse los cinturones aún mas. Y debemos notar que si en los años 70 la lista de los NICs principales incluía normalmente México y Brasil, al lado de Corea y Taiwan, en los años 80 México y Brasil desaparecían de estas listas, dejando solos a los cuatro dragones de Asia Oriental.
Vino después el choque de la caída de los comunismos. El repliegue de los años 70 y 80 pasó a ser la fuga desordenada de los años 90. Una gran parte de los izquierdistas de ayer se convertían en heraldos del mercado y los que no seguían este camino buscaban ansiosamente senderos alternativos. Rechazaban, sin duda, los senderos luminosos, pero no querían renunciar a la posibilidad de alguna, cualquier luminosidad. Desgraciadamente, no fue fácil encontrarla.
Para no desmoronarse frente al júbilo de una derecha mundial resucitada, que se felicita de la confusión de las fuerzas populares en todas partes, debemos analizar con ojos nuevos, o al menos nuevamente abiertos, la historia del sistema- mundo capitalista de los últimos siglos. ¿Cuál es el problema principal de los capitalistas en un sistema capitalista? La respuesta es clara: individualmente, optimizar sus beneficios y, colectivamente, asegurar la acumulación continua e incesante de capital. Hay ciertas contradicciones entre estos dos objetivos, el individual y el colectivo, pero no voy discutir eso aquí. Voy a limitarme al objetivo colectivo. ¿Cómo hacerlo? Es menos obvio de lo que se piensa a menudo. Los beneficios son la diferencia entre los ingresos para los productores y los costes de producción. Evidentemente, si se amplía el foso entre los dos, aumentan los beneficios. Luego, ¿si se reduce los costes, aumentan los beneficios? Lo parece, a condición de que no afecte la cantidad de ventas. Pero, sin duda, si se reduce los costes, es posible que se reduzcan los ingresos de los compradores potenciales. De otra parte, ¿si se aumenta los precios de venta, aumentan los beneficios? Lo parece, a condición de que no afecte la cantidad de ventas. Pero, si se aumenta los precios, los compradores potenciales pueden buscar otros vendedores menos caros, si existen. ¡Claro que las decisiones son delicadas!
No son, además, los únicos dilemas. Hay dos variedades principales de costes para los capitalistas: los costes de la fuerza de trabajo (incluso la fuerza de trabajo para todos los insumos) y los costes de transacciones. Pero lo que reduce los costes de fuerza de trabajo podría acrecentar los costes de transacciones y viceversa. Esencialmente, es una cuestión de ubicación. Para minimizar los costes de transacciones, es menester concentrar los actividades geográficamente, es decir, en zonas de altos costes de fuerza de trabajo. Para reducir los costes de fuerza de trabajo, es útil dispersar las actividades productivas, pero inevitablemente eso afecta negativamente los costes de transacciones. Por lo tanto, desde hace por lo menos 500 años, los capitalistas reubican sus centros de producción de acá para allá, cada 25 años más o menos, en correlación esencial con los ciclos de Kondratieff. En los fases A, priman los costes de transacciones y hay centralización, y en los fases B, priman los costes de fuerza de trabajo y hay la fuga de fábricas.
El problema se complica aún más. No es suficiente ganar los beneficios. Debe hacerse lo necesario para guardarlos. Son los costes de protección. ¿Protección contra quienes y contra qué? Contra los bandidos, por supuesto. Pero también, y sin duda más importante, contra los gobiernos. No es tan obvio como protegerse contra los gobiernos si se es capitalista de un nivel un poco interesante, porque necesariamente un tal capitalista trata con múltiples gobiernos. Podría defenderse contra un gobierno débil (donde se ubican fuerzas de trabajo baratos) por la renta (colectiva, es decir los impuestos; e individual, es decir el soborno) y/o por la fuerte influencia de los gobiernos centrales sobre los gobiernos débiles, pero por ella los capitalistas tienen que pagar una otra renta. Es decir, a fin de reducir la renta periférica, deben pagar una cierta renta central. Para protegerse contra el robo de los gobiernos, deben sostener financieramente los gobiernos.
Finalmente, para hacer ganancias mayores y no menores, los capitalistas necesitan monopolios, por lo menos monopolios relativos, al menos monopolios en ciertos rincones de la vida económica, por algunas décadas. ¿Y cómo obtener estos monopolios? Claro que toda monopolización exige un rol fundamental de los gobiernos, sea legislando o decretando, sea impidiendo a otros gobiernos legislar o decretar. De otro lado, los capitalistas deben crear los canales culturales que favorezcan tales redes monopolísticas, y para eso necesitan el apoyo de los creadores y mantenedores de patrones culturales. Todo esto resulta en costes adicionales para las capitalistas.
A pesar de todo esto (o tal vez a causa de todo esto), es posible ganar magníficamente, como puede verse estudiando la historia del sistema-mundo capitalista desde sus principios. Sin embargo, en el siglo XIX aparecía una amenaza a esta estructuración, que podía hacer caer el sistema. Con una centralización de producción acrecentada, emergía la amenaza de "las clases peligrosas," sobre todo en Europa Occidental y en la primera mitad del siglo XIX. En el lenguaje de la antigüedad, que fue introducida en nuestra armadura intelectual por la Revolución Francesa, hablamos del problema del proletariado.
Los proletariados de la Europa Occidental comenzaron a ser militantes en la primera mitad del siglo XIX y la reacción inicial de los gobiernos fue de reprimirlos. En este época el mundo político se dividía, principalmente, entre conservadores y liberales, entre los que denegaban por completo los valores de la Revolución Francesa y los que trataban, en el seno de un ambiente hostil, de recuperar su empuje para continuar la construcción de un estado constitucional, laico y reformista. Los intelectuales de izquierda, denominados demócratas, o republicanos, o radicales, o jacobinos, o algunas veces socialistas, no eran más que una pequeña banda.
Fue la revolución "mundial" de 1848 lo que sirvió como choque para las estructuras del sistema-mundo. Mostró dos cosas. La clase obrera era verdaderamente peligrosa y podía desbaratar el funcionamiento del sistema. En consecuencia, no era sabio ignorar todas sus reivindicaciones. De otro lado, la clase obrera no era lo bastante fuerte para hacer caer el sistema con sublevaciones casi espontáneas. Es decir, el programa de los reaccionarios fue autodestructor, pero lo mismo era el programa de los partidarios de conspiraciones izquierdistas. La conclusión a derecha y a izquierda fue esencialmente centrista. La derecha se decía que sin duda algunas concesiones deberían hacerse frente a las reclamaciones populares. Y la izquierda naciente se decía que debería organizarse para una lucha política larga y difícil a fin de llegar al poder. Entraba en escena el conservadurismo moderno y el socialismo científico. Seamos claros: el conservadurismo moderno y el socialismo científico son o llegaron a ser dos alas, dos avatares del liberalismo reformista, intelectualmente ya triunfante.
La construcción del estado liberal "europeo" (europeo en sentido amplio) fue el hecho político principal del siglo XIX y la contrapartida esencial de la ya consumada conquista europea del mundo entero y basada sobre el racismo teorizado. Llamo a esto la institucionalización de la ideología liberal como geocultura de la economía-mundo capitalista. El programa liberal para los estados del centro, estados en los cuales la amenaza de las clases peligrosas aparecía como inminente, sobre todo en el período 1848- 1914, fue triple. Primero, dar progresivamente a todo el mundo el sufragio. La lógica era que el voto satisfaría el deseo de participación, creando para los pobres un sentido de pertenencia a la "sociedad" y, de ese modo, no exigirían mucho más. Segundo, aumentar progresivamente los ingresos reales de las clases inferiores a través del bienestar estatal. La lógica era que los pobres estarían tan contentos de cesar de vivir en la indigencia, que aceptarían quedar más pobres que las clases superiores. Los costes de esas transferencias de plusvalía serían menores que los costes de insurrecciones y en todo caso serían pagados por el Tercer Mundo. Y tercero, crear la identidad nacional y también trans-nacional blanco-europea. La lógica era que las luchas de clases serían sustituidas por las luchas nacionales y globales raciales y de esa manera las clases peligrosas de los países del centro se ubicarían en el mismo lado que sus elites.
Debemos reconocer que este programa liberal fue un éxito enorme. El estado liberal logró la doma de los clases peligrosas en el centro, es decir, de los proletariados urbanos (incluso si éstos estaban bien organizados, sindicalizados y politizados). El célebre consentimiento de éstos a las políticas nacionales de guerra en 1914, es la más evidente prueba del fin de la amenaza interna para las clases dominantes.
Sin embargo, en el momento mismo en que se resolvía ese problema, para los poderosos surgía una otra amenaza de otras clases peligrosas, las clases populares del Tercer Mundo. La revolución mexicana de 1910 fue una señal importante, pero seguramente no la única. Pensemos en las revoluciones en Afganistán, Persia y China. Y pensemos en la revolución de liberación nacional rusa, que fue esencialmente una revolución por pan, por tierra, pero ante todo, por la paz, es decir, con el fin de no seguir una política nacional que servía principalmente los intereses de las grandes potencias de Occidente.
¿Se diría que todas estas revoluciones, incluso la mexicana, fueron ambiguas? Cierto, pero no existen revoluciones no ambiguas. ¿Se diría que todas estas revoluciones, incluso la mexicana, fueron finalmente recuperadas? Cierto, pero no existe revoluciones nacionales que no fueran recuperadas al seno de este sistema-mundo capitalista. No es esta la cuestión interesante.
Desde el punto de vista de los poderosos del mundo, la posible sublevación global de los pueblos periferizados y descuidados constituía una grave amenaza para la estabilidad del sistema, al menos tan grave como la posible sublevación europea de los proletariados. Tenían que tomar cuenta de eso y decidir como hacerle frente. En especial, porque los bolcheviques en Rusia se presentaban, para la izquierda mundial, como un movimiento de vuelta hacia una posición verdaderamente antisistémica. Los bolcheviques afirmaban que la política de "centrificación" de los socialdemócratas debería ser descartada. Querían encabezar una sublevación global renovada.
El debate derecha-centro sobre el método de combatir las clases peligrosas se repetía. Como lo hizo en el caso de los proletariados europeos en la primera mitad del siglo XIX, la derecha de nuevo favorecía la represión, pero esta vez en forma racista-popular (es decir, el fascismo). El centro favorecía la reforma recuperadora. El centro fue encarnado por dos líderes sucesivos en los Estados Unidos, Woodrow Wilson y Franklin Delano Rossevelt, que adaptaron las tácticas decimonónicas del liberalismo a la nueva escena mundial. Woodrow Wilson proclamó el principio de la autodeterminación de los pueblos. Este principio fue el equivalente global del sufragio nacional. Una persona, un voto; un pueblo, un país soberano. Como en el caso del sufragio, no se pensaba dar todo a todos inmediatamente. Para Wilson, esa fue, más o menos, la salida para la desintegración de los imperios derrotados austro-húngaro, otomano y ruso. No intento aplicarlo al Tercer Mundo, como es obvio, pues el mismo Wilson fue quien intervino en México para vencer a Pancho Villa. Pero en 1933, con la Política del Buen Vecino, Roosevelt incluyó, al menos teóricamente, la América Latina. Y en la Segunda Guerra Mundial, extendió la doctrina a los imperios oeste-europeos en desintegración, aplicándolo primeramente al Asia y más tarde al África y al Caribe.
Además, cuando Roosevelt incluía en sus Cuatro Libertades "la libertad de la necesidad" ("freedom from want"), hablaba de la redistribución de la plusvalía. Pero no fue muy específico. Unos años después, su sucesor Truman proclamó en su Discurso Inaugural cuatro prioridades nacionales. El único que recordamos fue el celebre Punto Cuatro, que dijo que los Estados Unidos debe "lanzarse en un programa nuevo y audaz" de ayudar a los países "subdesarrollados." Comenzó lo que era el equivalente del estado de bienestar a nivel nacional, esto es, el desarrollo del Tercer Mundo a través de un keynesianismo mundial.
Este programa liberal mundial patrocinado por los Estados Unidos, poder hegemónico, fue también un éxito enorme. Sus razones se remontan a 1920, al Congreso de Bakú, convocado por los bolcheviques. En el momento en que Lenin y los otros vieron que era imposible impulsar a los proletariados europeos hacia una verdadera vuelta a la izquierda, decidieron no esperar a Godot. Giraron hacia el Oriente, hacia los movimientos de liberación nacional del Tercer Mundo como aliados para la supervivencia del régimen soviético. A las revoluciones proletarias las substituían efectivamente las revoluciones anti-imperialistas. Pero con eso aceptaron lo esencial de la estrategia liberal-wilsoniana. El anti- imperialismo fue un vocabulario más fanfarroneado y más impaciente que la misma autodeterminación de los pueblos. Desde este momento, los bolcheviques se transformaron en el ala izquierda del liberalismo global. Con la Segunda Guerra Mundial, Stalin prosiguió este camino más allá. En Yalta aceptó un rol limitado y consagrado en el seno del sistema que los Estados Unidos pensaba crear en el período de posguerra. Y cuando en los años cincuenta y después, los soviéticos predicaban la "construcción socialista" de esos países, en el fondo utilizaban un vocabulario más fanfarroneado y más impaciente para el mismo concepto de desarrollo de los países subdesarrollados, predicado por los Estados Unidos. Y cuando, en Asia y África, una colonia después de otra podía obtener su independencia, con luchas de una facilidad variable, fue con el consentimiento tal vez oculto y todavía prudente, pero no obstante importante, de los Estados Unidos.
Cuando digo que la estrategia liberal mundial fue un gran éxito, pienso en dos cosas. Primero, entre 1945 y 1970, en la gran mayoría de países del mundo, los movimientos herederos de los temas de la Vieja Izquierda del siglo XIX llegaron al poder, utilizando varias etiquetas: comunista, alrededor de la Unión Soviética; movimientos de liberación nacional, en África y Asia; socialdemócrata, en Europa occidental; populista, en América Latina. Segundo, el resultado del hecho de que tantos movimientos de la Vieja Izquierda hayan llegado al poder estatal, fue una euforia debilitadora y, al mismo tiempo, también la entrada de todos estos movimientos en la maquinaria del sistema histórico capitalista. Cesaron de ser antisistémicos y pasaron a ser pilares del sistema sin dejar de gargarizar un lenguaje izquierdista, esta vez con lengua de madera (langue de bois). Ese éxito, por tanto, fue más frágil de lo que pensaban los poderosos, y en todo caso no fue tan destacado como la recuperación de la clase obrera blanca- occidental. Hubo dos diferencias fundamentales entre las situaciones nacionales de los países del centro y la del sistema-mundo globalmente. El coste de una distribución nacional ampliada de la plusvalía a los obreros occidentales no fue enorme como porcentaje del total mundial y pudo ser pagado en gran parte por las clases populares del Tercer Mundo. Hacer una redistribución significativa hacia las poblaciones del Tercer Mundo, por el contrario habría tenido que ser pagado necesariamente por los poderosos y eso habría limitado gravemente las posibilidades de una acumulación de capital en el futuro. De otra parte, fue imposible utilizar la carta del racismo para integrar los pueblos de color en el sistema-mundo. Si todo el mundo era considerado como "nosotros" ¿quién iba a ser el otro a denegar y despreciar? El desprecio racial hacia afuera había sido un elemento crucial en la construcción de la lealtad de los obreros de sangre privilegiada hacia sus naciones. Pero esta vez, no existía un Tercer Mundo para el Tercer Mundo.
El año 1968 marcó el comienzo de un desmoronamiento rápido de todo lo que los poderosos han erigido en el sistema-mundo con la geocultura liberal después de 1945. Dos elementos concurrían. El alza fenomenal de la economía-mundo alcanzó sus límites e íbamos a entrar en la fase-B de nuestro ciclo Kondratieff actual. Políticamente, habíamos llegado a la cima de los esfuerzos antisistémicas mundiales Vietnam, Cuba, el comunismo con rostro humano en Checoeslovakia, el movimiento de poder negro en los Estados Unidos, los inicios de la revolución cultural en China, y tantos otros movimientos no previstos en los años cincuenta. Eso culminaba con las revoluciones de 1968, revoluciones sobre todo estudiantiles, pero no exclusivamente, en muchos países.
Vivimos después las consecuencias de la ruptura histórica generada por esta segunda revolución mundial, una ruptura que ha tenido sobre las estrategias políticas un impacto tan grande como el impacto de la primera revolución mundial, que fue esa de 1848. Claro que los revolucionarios han perdido en lo inmediato. Los múltiples incendios impresionantes a través del mundo durante tres años, se extinguieron para terminar en la creación de varias pequeñas sectas maoízantes que murieron pronto.
Sin embargo, 1968 dejó heridas y agonizantes dos víctimas: la ideología liberal y los movimientos de la Vieja Izquierda. Para la ideología liberal, el golpe el más serio fue la pérdida de su rol como la única ideología imaginable de la modernidad racional. Entre 1789 e 1848, el liberalismo existía ya, pero solamente como una ideología posible, confrontado por un conservadurismo duro y un radicalismo naciente. Entre 1848 e 1968, a mi juicio, como vengo de afirmar, el liberalismo llegó a ser la geocultura del sistema-mundo capitalista. Los conservadores y los socialistas (o radicales) se han convertido en avatares del liberalismo. Después de 1968, los conservadores y los radicales han retrocedido a sus actitudes anteriores a 1848, negando la validad moral del liberalismo. La Vieja Izquierda, comprometida con el liberalismo, hizo esfuerzos valientes para cambiar de piel, adoptando un barniz de Nueva Izquierda, pero no lo logró en realidad. Más bien, ha corrompido los pequeños movimientos de la Nueva Izquierda, mucho más de lo que ellos misma pudieran realmente convertir la Vieja Izquierda. Seguía inevitablemente el declinio global de los movimientos de la Vieja Izquierda.
Al mismo tiempo, sufríamos los azares de una fase-B de un ciclo Kondratieff. No es necesario rememorar ahora los itinerarios en detalle. Recordemos únicamente dos momentos. En 1973 la OPEP lanzó el alza de los precios del petróleo. Observemos las varias consecuencias. Fue una bonanza en renta para los países productores incluso en América Latina, México, Venezuela y Ecuador. Fue una bonanza para las empresas transnacionales de petróleo. Fue una bonanza para los bancos transnacionales en los cuales fue depositada la renta no gastada en seguida. Ayudaba, por un cierto tiempo, a los Estados Unidos en su competencia con la Europa Occidental y con el Japón, porque los Estados Unidos era menos dependiente de la importación de petróleo. Fue un desastre para todos los países del Tercer Mundo y del bloque comunista que no fueran productores de petróleo. Los presupuestos nacionales cayeron en déficits dramáticos. Complicó las dificultades de los países centrales reduciendo aún más la demanda global para sus productos.
¿Cuál fue el resultado? Hubo dos etapas. Primeramente, los bancos transnacionales, con el apoyo de los gobiernos centrales, ofrecían energéticamente empréstitos a los gobiernos pobres en situaciones desesperadas, e inclusive a los propios gobiernos productores de petróleo. Claro que los gobiernos pobres cogieron este salvavidas para mantenerse contra la amenaza de tumultos populares y los gobiernos productores de petróleo se aprovecharon de la oportunidad de "desarrollarse" rápidamente. Al mismo tiempo, estos empréstitos redujeron los problemas económicos de los países centra-les aumentando su posibilidad de vender sus productos en el mercado mundial.
La única pequeña dificultad con esta bella solución era que había que rembolsar los empréstitos. En unos años, el interés compuesto de las deudas llegó a ser un porcentaje enorme de los presupuestos anuales de los países deudores. Fue imposible controlar ese sumidero galopante de los recursos nacionales. La Polonia debe su crisis de 1980 a este problema. Y en 1982 México anunció que no podía continuar pagando como antes.
Tal crisis de la deuda perduró en la prensa unos años y luego esa prensa la olvidó. Para los países endeudados, sin embargo, la crisis perdura todavía, no solamente como una carga presupuestaria, sino como un castigo en la forma de las exigencias draconianas del FMI que fueron impuestos sobre estos estados. El nivel de vida en todos estos estados ha caído, sobre todo para el estrato pobre que es un 85-95% de la población.
Quedaron los dilemas de una economía-mundo en estancamiento. Si no era posible atenuar más este estancamiento mundial con los empréstitos de países pobres, era necesario hallar en los años ochenta otros expedientes. El mundo financiero-político ha inventado dos. Un nuevo prestador se presentó, los Estados Unidos que, bajo Reagan, practicaba una política keynesiana ocultada. Como lo sabemos, la política de Reagan ha sostenido ciertas grandes empresas estadounidenses y ha limitado el desempleo, pero acentuando la polarizaciòn interna. Así ha ayudado a sostener los ingresos en Europa Occidental y Japón. Pero evidentemente el mismo problema iba a presentarse. El interés sobre la deuda empezaba a ser demasiado pesado. De nuevo sobrevino una crisis de deuda nacional. Los Estados Unidos se hallaron en una situación tan desconcertante, que para jugar el rol de líder militar del mundo en la Guerra del Golfo en 1991, fue necesario que Japón, Alemania, Arabia Saudita y Kuwait pagaran lo esencial de los gastos. ¡Sic transit gloria!. A fin de impedir un poco un ocaso precipitado que estaba en marcha, los Estados Unidos recurren a la solución FMI, infligiéndose su propio castigo. Se llama "El Contrato para América." Exactamente como insiste el FMI para los países pobres, los EE.UU. están reduciendo el nivel de vida de los pobres, sin perjuicio de mantener, inclusive aumentar, las posibilidades de acumulación para una minoría de la población.
El segundo expediente resultó del hecho que un aspecto fundamental de toda fase-B de los ciclos Kondratieff, es la dificultad acentuada de obtener grandes beneficios en el sector productivo. O para ser más precisos, la fase B se caracteriza, se explica, por la restricción de beneficios. Eso no llega a ser un obstáculo para un gran capitalista. Si no hay un margen suficiente de beneficios en la producción, se vuelve hacia el sector financiero para sacar ganancias de la especulación. En las decisiones económicas de los años ochenta, vemos que esto se traducía en el fenómeno del súbito control (takeover) de grandes corporaciones por medio de los llamados "junk bonds" o bonos ilícitos. Visto desde el exterior, lo que sucede es que las grandes corporaciones se están endeudandos, con la misma consecuencia, en el corto plazo, para la economía-mundo, una inyección de actividad económica que constituye una lucha contra el estancamiento. Pero luchan con las mismas limitaciones. Deben pagar las deudas. Cuando eso se muestra imposible, la empresa va a la bancarrota o entra un "FMI privado" que impone la reestructuración, es decir, la despedida de empleados. Lo que ocurre muchísimo en estos días.
De estos acontecimientos tristes, casi indecentes, de los años 1970-1995, ¿qué conclusiones políticas han sacado las masas populares? Me parece obvio. La primera conclusión que han sacado es que la perspectiva de reformas graduales que permitirían la eliminación del foso rico-pobre, desarrollado-subdesarrollado, no es posible en la situación actual y que todos los que lo habían dicho fueron ya sea mentirosos o ya sea manipuladores. Pero, ¿quiénes fueron estos? Ante todo, fueron los movimientos de la Vieja Izquierda.
La revolución de 1968 ha sacudido la fe en el reformismo, incluso el tipo de reformismo que se llamaba revolucionario. Los veinticinco años posteriores de eliminación de las ganancias económicas de los años 1945-1970, destruyeron las ilusiones que aún persistían. País tras país, el pueblo dio un voto de no-confianza a los movimientos herederos de la Vieja Izquierda, sea populista, sea de liberación nacional, sea social-demócrata, sea leninista. El derrumbe de los comunismos en 1989 fue la culminación de la revolución de 1968, la caída de los movimientos que pretendían ser los más fuertes y los más militantes. Su pérdida de apoyo popular fue ultra-dramático y para muchas personas, incluso evidentemente para muchos intelectuales de las Américas, fue un desarreglo de toda una vida mental y espiritual.
Los coyotes del capitalismo han gritado victoria. Pero los defensores más sofisticados del sistema actual sabían mejor. La derrota del leninismo, y es una derrota definitiva, es un catástrofe para los poderosos. Eliminó el último y mejor escudo político, su única garantía, como fue el hecho de que las masas creyeran en la certidumbre de un éxito del reformismo. Y en consecuencia, ahora esas masas no están más dispuestas a ser tan pacientes como en el pasado. La caída de los comunismos es un fenómeno muy radicalizante para el sistema. Lo que se derrumbó en 1989 fue precisamente la ideología liberal.
Lo que proporcionaba el liberalismo a las clases peligrosas fue sobre todo la esperanza, o mejor la seguridad del progreso. Fue una esperanza muy materialista, todo el mundo finalmente tendrá un nivel de vida confortable y saludable, una educación, una posición honorable para sí mismo y sus descendientes. Lo fue prometido si no para hoy, pues en un próximo mañana. La esperanza justificaba las demoras, a condición de que hubiera ciertas reformas gubernamentales visibles y alguna también visible actividad militante de parte de los que esperaban. Mientras tanto, los pobres trabajaron, votaron, y sirvieron en los ejércitos. Es decir, hicieron funcionar el sistema capitalista.
Empero, si debían perder esta esperanza, ¿qué harían las clases peligrosas? Lo sabemos, porque lo vivimos actualmente. Renuncian a su fe en los estados, no únicamente en el estado en manos de los "otros," sino en todo estado. Llegan a ser muy cínicos en lo que concierne los políticos, los burócratas y también respecto de los líderes llamados revolucionarios. Empiezan a abrazar un anti-estatismo radical. Es poco menos que querer hacer desaparecer los estados que no dan ninguna confianza. Podemos ver esta actitud a través del mundo en el Tercer Mundo, en el mundo exsocialista, así como también en los países centrales. ¡En los Estados Unidos lo mismo que en México!
¿Están contentas, la gente ordinaria, con esta nueva postura? Tampoco. Al contrario, tienen mucho miedo. Los estados fueron sin duda opresivos, desconfiables, pero fueron también, al mismo tiempo, fuentes de seguridad cotidiana. En ausencia de fe en los estados, ¿quiénes van garantizar la vida y la propiedad personal? Llega a ser necesario retornar al sistema pre-moderno: debemos proveernos de nuestra propia seguridad. Funcionamos como la policía, el recaudador de impuestos y el maestro escolar. Además, porque es difícil asumir todas estas tareas, nos sometemos a "grupos" construidos de múltiples maneras y con varias etiquetas. Lo nuevo no es que estos grupos se organicen, sino que comiencen a asumir las funciones que otrora pertenecían a la esfera estatal. Y al hacer eso, las poblaciones están menos y menos listas a aceptar lo que los gobiernos les impongan para estas actividades. Después de cinco siglos de fortalecimiento de los estructuras estatales, en el seno de un sistema interestatal también en fortalecimiento continuado, vivimos actualmente la primera gran retracción del rol de los estados y necesariamente por tanto también del rol del sistema interestatal.
No es algo menor. Es un terremoto en el sistema histórico del cual somos participantes. Estos grupos a los cuales nos sometemos representan una cosa muy distinta de las naciones que construíamos en los dos últimos siglos. Los miembros no son "ciudadanos," porque las fronteras de los grupos no son definidos jurídicamente sino míticamente, no para incluir sino para rechazar.
¿Es esto bueno o malo? ¿Y para quiénes? Desde el punto de vista de los poderosos, es un fenómeno muy volátil. Desde el punto de vista de una derecha resucitada, da la posibilidad de erradicar el estado de bienestar y permitir el florecimiento de los egoísmos de corta duración ("après moi le déluge!"). Desde el punto de vista de las clases oprimidas, es una espada de doble filo y tampoco están seguras de si deberían luchar contra la derecha porque sus proposiciones les hacen daños inmediatos graves o apoyar la destrucción de un estado que les ha defraudado.
Pienso que el colapso de la fe popular en la inevitabilidad de una transfomaciòn igualizante es el más serio golpe para los defensores del sistema actual, pero seguramente no es el único. El sistema-mundo capitalista está desagregándose a causa de un conjunto de vectores. Podríamos decir que esta desagregación es muy sobredeterminada. Voy a discutir brevemente algunos de estos vectores inquietantes para el funcionamiento del sistema-mundo.
Antes de hacerlo, debo decir que no se presenta como un problema de tecnología. Algunos sostienen que el proceso continuo de mecanización de la producción resultará en la eliminación de empleos posibles. No lo creo. Podemos todavía inventar otras tareas para la fuerza de trabajo. Otros declaran que la revolución informática acarreará un proceso de globalización que en sí hace caduco el rol de los estados. No lo creo tampoco, porque la globalidad ha sido elemento esencial de la economía-mundo capitalista desde el siglo XVI. No es nada de nuevo. Si estos fueron los únicos problemas de los capitalistas en el siglo XXI, estoy seguro que podrían hacer lo necesario a fin de mantener el impulso de la acumulación incesante de capital. Hay cosas peores.
Primeramente, para los empresarios hay dos dilemas que son casi imposibles de resolver: la desruralizaciòn del mundo y la crisis ecológica. Los dos son buenos ejemplos de procesos que van de cero a ciento por ciento y cuando llegan cerca de la asíntota, pierden valor como mecanismos de ajuste. Esto constituye la fase última de una contradicción interna.
¿Cómo ocurrió que el mundo moderno se haya desruralizado progresivamente? Una explicación tradicional es que la industrialización exige la urbanización. Pero no es verdad. Todavía quedan industrias localizadas en las regiones rurales y hemos ya notado la oscilación cíclica entre la concentración y la dispersión geográfica de la industria mundial. La explicación es diferente. Cada vez que hay estancamiento cíclico en la economía-mundo, uno de los resultados al fin de estos períodos es una movilización acrecentada de los proletarios urbanos contra la declinación de su poder de compra. Así se crea una tensión que los capitalistas resisten, por supuesto. Sin embargo, la organización obrera aumenta y comienza a ser peligrosa. Al mismo tiempo, las reorganizaciones empresariales alcanzan un momento en que podrían relanzar la economía-mundo sobre la base de nuevos productos monopolizados. Pero falta un elemento, la demanda global suficiente.
Frente a esto, la solución es clásica: alzar los ingresos de los proletarios, sobre todo de los obreros calificados, incluso facilitar para algunos el ingreso en esas categorías. Del mismo golpe, resuelven los problemas de la tensión política y de la falta de demanda suficiente. Pero hay una contrapartida. El porcentaje de plusvalía que corresponde a los propietarios ha disminuido. Para compensar esta caída de plusvalía relativa, de nuevo existe una solución clásica: transferir algunos sectores de actividad económica que no son más muy rentables, hacia zonas donde hay una población rural importante, una parte de la cual podría ser atraída a nuevas localidades urbanas de producción, por salarios que representan para ellos un aumento de sus entradas familiares, pero que en la escena mundial representan costes de trabajo industrial mínimos. En efecto, a fin de resolver las dificultades recurrentes de los estancamientos cíclicos, los capitalistas fomentan cada vez una desruralizaciòn parcial del mundo. Pero, ¿y si no hay más poblaciones a desruralizar? Hoy nos acercamos a esta situación. Las poblaciones rurales, todavía hace no mucho fuertes en la propia Europa, han desaparecido enteramente de muchas regiones del mundo y disminuyen en todas partes. Probablemente, son menos de 50% mundialmente hoy y dentro de 25 años la cifra va ser menos de 25%. La consecuencia es clara. No habrá nuevas poblaciones de bajo pago para compensar los salarios más elevados de los sectores proletarizados anteriormente. En efecto, el coste de trabajo aumentará mundialmente, sin que los capitalistas puedan evitarlo.
Lo mismo pasa con la ecología. ¿Por qué existe hoy una crisis ecológica? No es complicado explicarlo. A fin de maximizar los beneficios, hay dos recursos principales para un capitalista: no pagar demasiado a los obreros y no pagar demasiado por el proceso de producción. ¿Cómo hacer esto? De nuevo es obvio: hacerlo pagar en gran parte por "otros." Se llama "la externalizaciòn de costes." Hay dos métodos principales de externalizar costes. Uno es esperar que el estado pague por la infraestructura necesaria por la producción y la venta de los productos. La desagregación de los estados representa una amenaza aguda para esto. Pero el segundo y más importante método es no pagar los costes dichos ecológicos: por ejemplo, no reemplazar los bosques cortados o no pagar por la limpieza de desperdicios tóxicos.
Mientras existían otros bosques, o zonas aún no utilizadas, luego no tóxificadas, el mundo y los capitalistas podían ignorar las consecuencias. Pero hoy tocan los límites de la externalizaciòn de costes. No hay más muchos bosques. Los efectos negativos de una toxificación excesivamente aumentada de la tierra, implican impactos serios y múltiples que nos anuncian los científicos avisados. Por eso han surgido movimientos verdes. Desde un punto de vista global, hay únicamente dos soluciones: hacer pagar los costes por los capitalistas; y/o aumentar los impuestos. Pero esto último es poco probable, dadas las tendencias de reducir el rol de los estados. Y lo primero implica una reducción seria en las ganancias de los capitalistas.
Hay otros vectores que representan dilemas, no para los empresarios, pero sí para los estados. Primero, la polarización socio-económica cada día más aguda del mundo corre parejas con la polarización demográfica del mundo. Cierto, hay una transformación demográfica en proceso desde 200 años al menos y ahora mismo toca por primera vez al África que en el período pos-1945 tenía la tasa de crecimiento la más alta del mundo. No obstante, aunque las tasas en general bajen, el foso entre el Norte, donde las tasas son a menudo negativas, y el Tercer Mundo, donde aún son altas, aún sigue ensanchándose. Si hay recuperación de la economía-mundo en el primer cuarto del siglo XXI, el foso económico ya se agrandará, porque la recuperación será fuertemente desigual.
La consecuencia es fácil de prever. Habrá un fuerte aumento de la migración Sur-Norte, legal o ilegalmente. No importa. No hay mecanismos posibles para terminarlo y aún limitarlo seriamente. Las personas que querrían venir al Norte son reclutadas entre los más capaces del Tercer Mundo y están determinadas a llegar. Habrá muchos empleos insuficientemente pagados para ellos. Por supuesto, habrá una oposición política xenófoba contra ellos, pero no bastará para cerrar las puertas.
Si al mismo tiempo el rol de los estados disminuye (y esto servirá también para permitir el aumento del número de migrantes), la integración económica de estos inmigrantes será limitada. Si la oposición política no logra frenar la entrada, probablemente logrará limitar los derechos políticos y sociales de los inmigrantes. En este caso, preveo lo siguiente: el número verdadero de inmigrantes "sureños" y sus descendientes inmediatos en los países del Norte será entre 10-35% por ciento de la población, si no más. Y esto no sólo en América del Norte y Europa Occidental, sino también en Japón. Al mismo tiempo, este 10-35% de la población más joven, mucho más pobre, y ubicado en barrios urbanos segregados de hecho, será una población obrera sin derechos políticos o sociales. Retornaremos a la situación de la Gran Bretaña y la Francia en la primera mitad del siglo XIX, aquella de proletariados que son clases peligrosas. Así se deshace doscientos años de recuperación liberal y esta vez sin posibilidad de repetir el guión. Preveo que las zonas de conflicto social las más intensas en el siglo XXI, no serán las Somalias y las Bosnias, sino las Francias y los Estados Unidos. ¿Las estructuras estatales ya debilitadas van a sobrevivir ese tipo de guerra civil?
Y si esto no fuera bastante, hay el problema de la democratización. ¿Problema, digo yo? ¡Sí, problema! La democratización no es una mera cuestión de partidos múltiples, sufragio universal y elecciones libres. La democratización es una cuestión de acceso igual a las verdaderas decisiones políticas y a un nivel de vida y a una seguridad social razonables. La democracia no puede coexistir con una gran polarización socio-económica, ni al nivel nacional, ni al nivel mundial. No obstante, existe una ola de sentimiento democratizador que se fortalece enormemente estos días. ¿Cómo se traduce ella? La prensa y los últimos heraldos del liberalismo anuncian que la democratización se muestra en la caída de varias dictaduras a través del mundo. Sin duda, esto representa un esfuerzo de democratizar estos países. Pero estoy un poco desengañado del éxito efectivo de estos cambios. Lo que es más interesante es la presión continua, no únicamente en el Sur, sino inclusive de modo más fuerte en los países del Norte, para aumentar los gastos para la salud, la educación, y la vida de los retrazados. Pero esta presión agudiza, y muchísimo, los dilemas fiscales de los estados. La ola de democratización será la última clave en el ataúd ("nail in the coffin") del estado liberal. Vemos lo que pasa estos días en los Estados Unidos.
Para todas estas razones, el período frente a nosotros, los próximos 30-40 años, será el momento de la desintegración del sistema histórico capitalista. No será un momento agradable de vivir. Será un período negro, lleno de inseguridades personales, incertidumbres del futuro y odios viciosos. Al mismo tiempo, será un período de transición masiva hacia algo otro, un sistema (o unos sistemas) nuevo(s). Al decir esto, sin duda se preguntan Vds. porque les hé dicho que les traigo un mensaje de esperanza.
Nos hallamos en una situación de bifurcación muy clásica. Las perturbaciones aumentan en todas direcciones. Están fuera de control. Todo parece caótico. No podemos, nadie puede, prever lo que resultará. Pero no quiere decir que no podemos tener un impacto sobre el tipo de nuevo orden que va ser construido al fin. Todo lo contrario. En una situación de bifurcación sistémica, toda acción pequeña tiene consecuencias enormes. El todo se construye de cosas infinitesimales. Los poderosos del mundo lo saben bien. Preparan de múltiple maneras la construcción de un mundo pos-capitalista, una nueva forma de sistema histórico desigual a fin de mantener sus privilegios. El desafío para nosotros, sociólogos y otros intelectuales y para todas las personas en pos de un sistema democrático e igualitario (los dos adjetivos tienen idéntico significado), es mostrarnos tan imaginativos como los poderosos y tan audaces, pero con la diferencia de que debemos vivir nuestras creencias en la democracia igualitaria, lo que no hacían nunca (o raramente) los movimientos de la Vieja Izquierda. ¿Cómo hacerlo? Es esto que debemos discutir hoy, mañana y pasado mañana. Es posible hacerlo, pero no existe una certidumbre sobre eso. La historia no garantiza nada. El único progreso que existe es aquello por lo cual luchamos con, recordémoslo, unas grandes posibilidades de perder. Hic Rhodus, hic salta. La esperanza reside, ahora como siempre, en nuestra inteligencia y en nuestra voluntad colectiva.

Tuesday, March 21, 2006

Rosa Luxemburg, la flor más roja del socialismo



Néstor Kohan

La revolución es magnífica... Todo lo demás es un disparate
Carta de Rosa Luxemburg a Emmanuel y Matilde Wurm
(18 de julio de 1906)

El socialismo no es, precisamente, un problema de cuchillo y tenedor, sino un movimiento de cultura, una grande y poderosa concepción del mundo
Carta de Rosa Luxemburg a Franz Mehring
(febrero de 1916)

¿Porqué nos reencontramos justo con ella hoy?

Vivimos tiempos de crisis, rupturas, quiebres, reacomodamientos. Lo que parecía estable y eterno, tiembla, se resquebraja, se degrada, zozobra. El Estado de bienestar, los derechos sociales, las instituciones económicas de posguerra, el sistema político-partidario tradicional, los “pactos sociales” entre las burocracias sindicales y las patronales. Todo se pone en cuestión. Nadie queda al margen. No hay espacio para el aislamiento. El mundo capitalista se unifica explosivamente. Crece en extensión y en profundidad. El capitalismo, desde su mismo nacimiento, ha transitado por muchas crisis. Hasta ahora siempre las ha resuelto de la única manera posible, la que única que conoce: con genocidio, barbarie, guerras, matanzas, tortura, explotación y saqueos. Los costos de las recomposiciones capitalistas los han pagado invariablemente los trabajadores, las clases subalternas, los pueblos sometidos y todos los oprimidos de la historia. La violenta recomposición capitalista que en Europa y EEUU siguió a las rebeliones de los ’60 y a la crisis de los ’70 y en América Latina vino de la mano de las peores dictaduras militares de la historia que aplastaron la insurgencia armada con más de 100.000 desaparecidos, cientos de miles de prisioneros torturados y varios millones de exiliados, no es la excepción. Constituye tan sólo un pequeño eslabón en la cadena oxidada con que el capital nos viene oprimiendo desde hace ya demasiado tiempo.
La mundialización capitalista, como proceso histórico social, y el neoliberalismo, como su legitimación ideológica, son producto de ese avance sangriento del capital por sobre los trabajadores y su intento por disciplinar y someter a todos los sujetos potencialmente contestatarios a escala global. La profundización de la explotación, la marginación y la exclusión social no son “accidentes”, “errores” o “excesos” sino el alma viva de este sistema de dominación.
La propia izquierda, en sus diferentes vertientes, no ha quedado inmune a esas violentas transformaciones sociales ocurridas durante el último cuarto de siglo. La caída del muro de Berlín y el derrumbe ideológico que lo acompañó han sido apenas la punta del iceberg de una serie de cambios de época mucho más profundos. La crisis terminal del stalinismo, otrora reinante en los países del Este, no vino sola. La socialdemocracia de los principales países capitalistas occidentales navegó durante los últimos años entre la corrupción descarada y la adaptación al discurso y la práctica neoliberal. Mientras tanto, en la mayoría de los países del tercer mundo los proyectos nacional-populistas de posguerra terminaban siendo fagocitados por las reformas neoliberales, los ajustes permanentes, la reestructuración de la deuda externa y la agresividad militarista del imperialismo. Ese panorama sombrío, signado por la contrarrevolución económica, política, cultural y militar que tiñó el ocaso del siglo XX ha comenzado a disiparse. No por arte de magia ni por “mandato ineluctable de la historia” sino por las luchas sociales, las rebeliones populares y las movilizaciones masivas. Hoy se respira otro aire. Vuelven a discutirse los grandes problemas acerca de las alternativas al capitalismo que habían quedado fuera de la agenda de la izquierda durante demasiados años. En Venezuela y en Cuba enfrentadas cara a cara con el imperialismo norteamericano; en las rebeliones populares que derrocan gobiernos títeres en Ecuador y Bolivia; en Brasil, Argentina y Uruguay ante las frustraciones crecientes por las promesas incumplidas de los gobiernos “progresistas”; pero también en el movimiento altermundista de las grandes capitales europeas. No es casual, entonces, que en ese horizonte de rebeldía y esperanza reaparezca el interés por Rosa Luxemburg [1871-1919] en todos aquellos y aquellas que se sienten parte del abanico de la izquierda radical, anticapitalista y antiimperialista.
Cuando ya nadie se acuerda de los viejos pusilánimes de la socialdemocracia, de los jerarcas cínicos del stalinismo, ni de los grandes retóricos tramposos del nacional-populismo, el pensamiento de Rosa Luxemburg continúa generando polémicas teóricas y enamorando a las nuevas generaciones de militantes. Su espíritu insumiso y rebelde asoma la cabeza —cubierta por un elegante sombrero, por supuesto— en cada manifestación juvenil contra la mundialización de los mercados, las guerras imperialistas y la dominación capitalista de las grandes firmas multinacionales sobre todo el planeta.
Nadie que tenga sangre en las venas y un mínimo de independencia de criterio frente a los discursos del poder puede quedar indiferente frente a ella. Amada y admirada por las y los jóvenes más radicales y combativos de todas partes del mundo, Rosa sigue siendo en el siglo XXI sinónimo de rebelión y revolución. Esos dos fantasmas traviesos que “el nuevo orden mundial” no ha podido domesticar. Ni con tanques e invasiones militares ni con la dictadura de la TV. Actualmente, su memoria descoloca y desafía la triste mansedumbre que propagandizan los mediocres con poder.
El simple recuerdo de su figura provoca una incomodidad insoportable en aquellos que intentan emparchar y remendar los “excesos” del capitalismo... para que funcione mejor. Los que reciclan y maquillan las viejas utopías reaccionarias intentando “convencer” pacíficamente y con buenos modales al capital para que nos explote —un poquito— menos y a sus instituciones para que sean —un poquito— democráticas. Cuando los desinflados y arrepentidos de la revolución entonan antiguos cantos de sirena, disfrazados hoy con el ropaje de la “tercera vía” o el “capitalismo con rostro humano”, la herencia insepulta de Rosa resulta un antídoto formidable. Sus demoledoras críticas al reformismo —que ella estigmatizó sin piedad en Reforma o revolución y en La crisis de la socialdemocracia— no dejan títere con cabeza. Constituyen, seguramente, uno de los elementos más perdurables de sus reflexiones teóricas. Volver a respirar el aire fresco de sus escritos permite admirar la inmensa estatura ética con que ella entendió, pregonó, militó y vivió la causa mundial del socialismo. Una ética incorruptible, que no se deja comprar ni poner precio alguno. Una ética que levanta su dedo acusador contra la corrupción mediante la cual el neoliberalismo del Tío Sam asfixió al mundo durante el último cuarto de siglo, acompañado por su obediente y servil sobrina, la socialdemocracia europea y latinoamericana. Además de refutar y combatir apasionadamente al reformismo en todas sus vertientes, Rosa también fue una dura impugnadora del socialismo autoritario. En un folleto sobre la naciente revolución rusa que ella escribió en prisión, durante 1918, hundió el escalpelo en los potenciales peligros que entrañaba cualquier tipo de tentación de separar el ejercicio del poder soviético de la democracia obrera y socialista.
Ante el bochornoso derrumbe de la burocracia soviética —que dilapidó el inmenso océano de energías revolucionarias generosamente brindado por el pueblo soviético, tanto en asalto al cielo de 1917 y en la guerra civil como en su heroica victoria sobre el nazismo— aquellas premonitorias advertencias de Rosa merecen ser repensadas seriamente.

Revolucionaria de cuerpo y alma

Su energía impetuosa y siempre en vilo aguijoneaba a los que estaban cansados y abatidos, su audacia intrépida y su entrega hacían sonrojar a los timoratos y a los miedosos. El espíritu atrevido, el corazón ardiente y la firma voluntad de la «pequeña» Rosa eran el motor de la rebelión
Clara Zetkin

¡Qué difícil debe haber sido en su tiempo participar en política siendo mujeractriz ! Sin embargo, violentando la mediocridad patriarcalista de su época, Rosa Luxemburg se convirtió en una de las principales dirigentes y teóricas del socialismo... ¡a nivel mundial! No sólo combatió el machismo de la sociedad capitalista sino que también puso en duda las jerarquías y relaciones de poder —de género, de edad, de nacionalidad— que impregnaban y manchaban al socialismo europeo de aquellos años. Jamás aceptó caer en la trampa que le tendió la dirección del SPD (Partido Socialdemócrata Alemán) cuando le sugirió que se ocupe exclusivamente de los problemas de la mujer dejando “la gran política” en manos de la vieja jerarquía parlamentaria. Así pensaban sacársela de encima. Ella no tragó el anzuelo. Como lo relatan varias biografías y aquella memorable película de Margarethe von Trotta protagonizada por la hermosa actriz Barbara Sukowa que la representa, ya de muy joven Rosa se metió de lleno en el Partido Socialdemócrata Alemán. Corría con desventaja. Era judía y polaca (dos palabras malditas para la cultura alemana...). No sólo publicó artículos en la prensa del SPD y libros sino que fue una de las principales instructoras de las escuelas políticas del partido (principalmente en temas económicos).
A poco de transitar, entró en colisión con los principales ideólogos de esta organización: Eduard Bernstein [1850-1932], cabeza del “socialismo revisionista”, y más tarde Karl Johann Kautsky [1854-1938], líder del llamado “marxismo ortodoxo”. Con diversos argumentos, los dos se oponían a los cambios sociales radicales y revolucionarios. Al igual que Lenin, Rosa polemiza con ambos. Primero chocará con Bernstein, en 1898, y luego con Kautsky, en 1910. Pero ella no estuvo sola. Mientras polemizaba con los jefes de la burocracia parlamentaria del partido socialdemócrata alemán (SPD) y sus principales ideólogos, trababa estrecha amistad con Franz Mehring [1846-1919], el célebre biógrafo de Karl Marx. También con Karl Liebknecht [1871-1919] y Clara Zetkin [1857-1933], sus dos grandes compañeros de lucha. Cuando en 1905 se produjo la primera revolución rusa, ella intentó extraer todas las consecuencias teóricas para el mundo occidental. ¿Qué relación hay entre los movimientos sociales contestatarios y las organizaciones políticas revolucionarias? Un debate que aún hoy, cuando se cumple un siglo de aquella revolución, sigue abierto y latente.
Más tarde, Rosa saludó la revolución bolchevique de 1917 de manera entusiasta. Allí veía realizado el gran sueño de liberación de los oprimidos. Pero su defensa de los bolcheviques no fue acrítica. Mientras apoyaba, polemizó con Lenin. Lo hizo antes y también después del triunfo revolucionario. Éste último, en febrero de 1922, llegó a decir de ella que “Suele suceder que las águilas vuelen más bajo que las gallinas, pero una gallina jamás puede remontar vuelo como un águila. Rosa Luxemburg se equivocó [...] pero, a pesar de sus errores, fue —y para nosotros sigue siendo— un águila [...] en el patio de atrás del movimiento obrero, entre los montones de estiércol, las gallinas tipo Paul Levi, Scheidemann y Kautsky cacarean en torno a los errores de la gran comunista. Cada uno hace lo que puede”.
La vida de Rosa no fue fácil. Estuvo varias veces —como mínimo en nueve ocasiones— en prisión. En una de las más extensas, la burguesía la mantuvo en cautiverio durante la guerra mundial hasta fines de 1918. Cuando salió, se puso a la cabeza de la Liga Espartaco, que luego se transformó en el naciente Partido Comunista Alemán (PCA). Al dirigir el levantamiento de los trabajadores insurrectos, Rosa Luxemburg se ganó el odio de la derecha alemana. Pero no sólo de la derecha... también de los socialdemócratas, hasta pocos años antes, sus antiguos compañeros. La vida de Rosa fue apasionante. Rompió con los moldes trillados. Nunca aceptó bajar la cabeza. Se rebeló y, confiando en su propia personalidad, entregó lo mejor de sus energías a la noble causa de la revolución mundial, la causa de la clase trabajadora, de los explotados y las oprimidas del mundo.

Viejos y nuevos reformismos, enfermedades seniles del socialismo

No se puede arrojar contra los obreros insulto más grosero ni calumnia más
indigna que la frase «las polémicas teóricas son sólo para los académicos».
Rosa Luxemburg: Reforma o revolución

Desde que surgieron las protestas obreras contra la sociedad capitalista, dos corrientes convivieron en el seno del campo popular. Una primera tendencia, conocida como “reformismo”, cree que el capitalismo se puede ir mejorando de a poco. Reforma tras reforma, los trabajadores podrían ir avanzando lentamente hacia una mejor sociedad. Esta última iría cambiando según un patrón lineal: la evolución, de lo peor a lo mejor, pasito a pasito sin jamás pegar un salto. En sus comienzos históricos esta tendencia sostenía que la evolución pacífica y gradual del capitalismo conduciría a una sociedad más racional, el socialismo. El tránsito entre el capitalismo y el socialismo debería realizarse paulatinamente. Hoy en día esta ideología se ha ido modificando en forma notable. Entre el reformismo de ayer y el de hoy mucha agua ha corrido bajo el puente. La degradación política e ideológica de esta corriente —siempre presentada con nuevos ropajes y nuevas vestimentas— se ha multiplicado. Comparados con los actuales exponentes del reformismo, los más tímidos ideólogos del Partido Socialdemócrata Alemán de principios de siglo pasado parecerían unos jóvenes incendiarios y alocados en busca de adrenalina. Actualmente, el reformismo ya no cree que al final de la marcha evolutiva y pacífica de la sociedad nos espera el socialismo. Sus partidarios se conforman tan sólo con lograr reformas —más o menos avanzadas— dentro mismo del orden capitalista. Pero la disminución de las expectativas de cambio y la profundización de su adaptación al statu quo corren parejas con su creciente malabarismo verbal. Toda la audacia y el arrojo que no aplican en su actividad y en sus análisis políticos, los reemplazan por una creciente pirotecnia discursiva. Como si una nueva jerga pudiera ocupar el espacio que deja vacío la ausencia de perspectiva política antisistémica. Y entonces, encubriendo las añejas cantinelas moderadas, aparecen en la palestra de los neorreformistas las “novedosas” propuestas de una “democracia radical” (Ernesto Laclau), una “democracia absoluta” (Toni Negri) o una “democracia participativa” (Heinz Dieterich). Siempre cuidándose de eludir o esquivar la cuestión del socialismo y la confrontación con el poder del capital. Por eso, hasta Bernstein hubiera parecido un “ultra” al lado de estos reconocidos teóricos.
La segunda tendencia, de carácter revolucionaria, realiza críticas radicales contra el capitalismo. A diferencia del reformismo, aspira a cambiar de raíz la sociedad para acabar no sólo con “los excesos” sino con la explotación y la dominación mismas. No hay otra vía que el socialismo. Tener en claro esa perspectiva, aunque no goce del aplauso de los suplementos culturales de los diarios “serios”, de la consagración de los monopolios editoriales o del beneplácito de las principales Academias, debe seguir siendo la estrella que guíe el cielo de las izquierdas radicales de nuestro tiempo. Desde su primera juventud hasta su asesinato, Rosa Luxemburg fue precisamente una de las más brillantes representantes de esta segunda corriente y una aguda polémica de la primera. Todos sus escritos, sean de los temas que sean, sólo se pueden comprender a partir de esta perspectiva apasionadamente crítica del reformismo.

El marxismo revolucionario de Rosa, la dialéctica y el problema del poder

En nuestra época, producto de varias derrotas populares, de las frustraciones de los experimentos del “socialismo real” y de la desbandada ideológica que los acompañó ha cobrado cierta notoriedad la peregrina idea de que los trabajadores y la gente de izquierda no deben aspirar a la toma del poder.
De la mano de varios pensadores posestructuralistas —Toni Negri es quizás el más famoso de todos ellos pero de ninguna manera el único— lo que sobrevuela es una visión política de tintes marcadamente reformistas. Una orientación encubierta que impregna dicho emprendimiento filosófico, pretendiendo labrar por decreto el entierro de la dialéctica, la defunción de todo sujeto revolucionario, el abandono de la lógica de las contradicciones explosivas y la cancelación de toda perspectiva de confrontación con el Estado por su carácter supuestamente “autoritario” o jacobino. Una vieja ilusión que sueña, “ingenuamente”, cambiar la sociedad... sin plantearse la revolución ni la toma del poder (John Holloway dixit). La verdad última de esta “novísima teoría” constituye desde nuestro punto de vista la legitimación metafísica de la impotencia política. El convertir la necesidad en virtud, la debilidad momentánea en un proyecto estratégico, un momento particular de la historia en una definición ontológica.
Esta legitimación ya no se hace en nuestros días apelando al lenguaje ingenuo de Juan B. Justo [fundador del Partido Socialista argentino a fines del siglo XIX, seguidor de E.Bernstein y J.Jaures, una de las cabezas de la socialdemocracia sudamericana a comienzos del siglo XX], o de cualquier otro socialista moderado de antaño. Se realiza a través de toda una nutrida serie de giros filosóficos, políticos, teóricos; que dan una y mil vueltas alrededor de la tradición marxista. El caso de Negri es muy expresivo en ese sentido. Sin embargo, en el fondo, lo que está operando ahí es una vieja idea reformista según la cual no se puede concretar la revolución ni se puede luchar por el poder. Por eso, personas que provienen de la derecha de los medios de comunicación, o de sectores reaccionarios de la universidad, abrazan rápidamente esta literatura, sin mayores trámites. Quien no quiera ser desprevenido o “inocente” debería preguntarse por los motivos de tan súbita e inexplicable adopción.
Así, de este modo, se acusa a los revolucionarios que plantean la lucha estratégica por el poder, de “haberse quedado en el pasado”, de “estatalistas” (pensando que para los revolucionarios todo pasa, únicamente, por el Estado), de querer sustituir a la clase obrera, de “burocráticos”, “verticalistas”, “foquistas”, “partisanos”, “jacobinos”, “terroristas” y muchos otros adjetivos de idéntico tenor denigratorio...
El gran antecesor de esta literatura filosófica, que dialoga con el marxismo a condición de que éste abandone su perspectiva revolucionaria — en el terreno político— y se desprenda de una vez por todas de su metodología dialéctica —en la esfera filosófica— es precisamente un adversario de Rosa Luxemburg... Eduard Bernstein. De todas las múltiples escuelas de pensamiento que arremetieron contra la lógica dialéctica, probablemente Eduard Bernstein haya sido quien más lejos vio las implicancias, no sólo teóricas o filosóficas, sino principalmente políticas que estaban presupuestas en la polémica sobre el vínculo de Hegel y Marx, entre la dialéctica y el marxismo. Muchísimo antes que Toni Negri hiciera famosa la formulación, Bernstein había sostenido en su libro Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia (1899) que “con el sistema hegeliano culmina la evolución de la razón política del estado de policía iluminado en la edad de la Restauración”. Negri repite contra Hegel palabras casi textuales en su celebrado Imperio i.
Quizás alguien que recién “se chocó”, de casualidad, con Negri en una librería o sus amigos le dijeron que hay que leerlo porque es “el último grito de la filosofía” o “descubrió” en algún diario de derecha que este pensador “superó al marxismo”, etc., etc., ni siquiera haya escuchado hablar de Bernstein...¡Pero las críticas de Toni Negri a la noción de sujeto y su intento por extirpar del pensamiento marxista la dialéctica provienen de allí! ¡Son mucho más viejas de lo que se supone! Bernstein no había escuchado hablar de internet —él lo escribe en 1899, ni siquiera se había inventado la radio o la TV — y ya promovía el abandono de la dialéctica... Luego, el rechazo de la dialéctica que hace Negri nada tiene que ver con “la emergencia de Internet y las nuevas tecnologías” o alguna otra instancia de hipermodernidad, como se supone por allí. Responde a una lectura filosófica muchísimo más antigua que internet. Ni siquiera existían automóviles cuando se formuló... Bernstein, quien no era ningún improvisado ni desprevenido, fue mucho más allá de la clásica crítica contra la dialéctica de Hegel que le atribuye conservadurismo prusiano. Con gran sagacidad este dirigente socialista alemán atribuía a la teoría de las contradicciones de lo que denominaba “la dialéctica radical hegeliana” la responsabilidad del “blanquismo” [corriente política de Auguste Blanqui], del “babuvismo” [corriente política de Graco Babeuf], del “voluntarismo”, de la concepción “conspirativa” y “demagógica” de “la revolución permanente”, del “terrorismo proletario” y de “la teoría que exalta el culto a la violencia en la historia”... En su pluma todas estas acusaciones, sin excepciones, iban dirigidas contra el marxismo revolucionario.
En un agregado (de 1920) a la segunda edición de su libro, Bernstein prolonga estas apreciaciones hasta incluir entre la “descendencia” política de la lógica dialéctica hegeliana también al bolchevismo (al cual se opuso como cabeza de los sectores más moderados y reformistas de la II Internacional). Aunque gran parte de la obra de Bernstein hoy carece absolutamente de actualidad e interés para un lector contemporáneo, bien vale la pena releer sus críticas al método dialéctico (muy anteriores a las de Galvano Della Volpe o Luis Althusser, fuentes de las que se nutre Negri). Porque él, muy lúcidamente, vinculaba la dialéctica metodológica que Marx construye a partir de Hegel con esa concepción política que caracterizaba como “blanquista”, “terrorista”, “jacobina”. Mantenía por las posiciones radicales una antipatía y un desprecio que jamás disimuló. Para Eduard Bernstein, lo “peligroso” del método dialéctico reside en que conduce directamente al socialismo revolucionario. No a una marxología, por nombrarla de algún modo, tímidamente académica e inofensiva, sino a un marxismo activista, praxiológico, radical y revolucionario, que enfoca toda su energía práctica y su pensamiento hacia la toma del poder.
Nietas de los añejos planteos de Bernstein, gran parte de las formulaciones contra la dialéctica y el marxismo revolucionario —definido como “jacobino”, “partisano”, “leninista” etc., etc., etc.— que se escuchan y se leen hoy en día también son hijas del eurocomunismo. En una parte importante de Europa occidental, tras la derrota del 68 (a la que ellos contribuyeron, dando la espalda a toda rebelión que no controlaran), los antiguos partidos comunistas se van acercando paulatinamente a la socialdemocracia. La transición entre el viejo stalinismo y la socialdemocracia (el ex PC italiano —hoy Partido Democrático de Izquierda, PDS— es el gran emblema en este sentido), está dada por un período intermedio, que comienza en los ’70. Es la época —1974— cuando Enrico Berlinguer, secretario general del PC italiano, firma con la Democracia Cristiana un “compromiso histórico” para... no tomar el poder de Italia. No casualmente, ésos son los años en los que cobran vuelo y se ponen de moda el posestructuralismo y el posmodernismo en el ámbito de la ideología. En política, la emergencia ideológica de estas corrientes acompañan el auge del eurocomunismo, signado por la renuncia a la lucha revolucionaria y a la toma del poder político. Todos los partidos eurocomunistas plantean algo que ya venía promoviendo, desde 1956, el PC de la URSS: “la transición pacífica al socialismo”. Aun cuestionando el liderazgo asfixiante del PC soviético, el eurocomunismo sigue fielmente su línea política. Cuestionan a quién lo dice pero no lo qué se dice. Se distancian del mensajero, pero se quedan con el mensaje. ¿La actual negativa a plantearse, siquiera como hipótesis u objetivo estratégico a largo plazo, la toma del poder político tiene su fuente en la experiencia del eurocomunismo? Creemos que sí, que entre uno y otro existen notables vasos comunicantes que tuvieron una fuerte repercusión en América Latina, particularmente durante el experimento chileno de la “vía pacífica al socialismo”.
Por ejemplo, cada 11 de septiembre, se cumple un nuevo aniversario de la derrota y asesinato en Chile de nuestro querido Salvador Allende. Un entrañable compañero que dio la vida por lo que pensaba. Un ejemplo para la juventud. Ahora bien, ¿la derrota del intento de realizar una “transición pacífica” al socialismo no nos deja ningún balance? ¿Se puede marchar hacia “otro mundo posible”, hacia una sociedad no capitalista, sin tomar el poder real de la sociedad, contentándose únicamente con determinados puestos en la administración del gobierno cuando no directamente algunas pocas localidades regionales? ¿La tragedia sangrienta de Chile, en 1973, no nos enseñó nada? ¿No deberíamos reflexionar acerca de ella? Los capitalistas miran el mundo a nivel global (así operan...), pero prescriben para los anticapitalistas luchas fraccionadas, puntuales y microscópicas, sin ninguna coordinación orgánica ni articulación estratégica general... Los empresarios y las firmas multinacionales manejan el poder político de los Estados, pero prescriben a los sectores anticapitalistas que se resignen a la IMPOTENCIA y no luchen por el poder político.
Rosa Luxemburg, en cambio, ubicaba en la toma del poder el problema central de la revolución y el núcleo estratégico de la transformación social. Gran parte de sus polémicas con el oportunismo, el parlamentarismo y el reformismo se comprenden a partir de ese énfasis indisimulado en la cuestión del poder. Desde ese ángulo, el pensamiento político de Rosa permite cortar amarras, tanto con el parlamentarismo institucionalista (que deposita toda sus energías en ganar dos o tres escaños en la maquinaria del Estado como si ésta fuera neutral) como con el anarquismo (y su derivado contemporáneo, el autonomismo, con su festejado rechazo de toda lucha política de alcance general)ii.
Nada mejor que recurrir a Rosa para rescatar la dimensión libertaria y rebelde del marxismo (que tan opacada estuvo durante el stalinismo) sin ceder al mismo tiempo a esa mezcla académica de jerga neoanarquista, ilusiones reformistas y fantasías encubiertamente liberales. Si el socialismo autoritario, que de la mano del stalinismo tanto daño le causó a la revolución mundial, ya no convence a nadie ni enamora a ningún joven que tenga sangre en las venas, dicha mezcla académica seudoanarquista sí goza todavía de cierto “prestigio” y llegada en la juventud. Las metafísicas “post”—que, dando barniz teórico al autonomismo, afloraron en Europa occidental después de la derrota de 1968— no hicieron más que girar y girar en torno a la pluralidad de relaciones cristalizadas y congeladas en su dispersión. Las enaltecieron en su carácter de singularidades irreductibles a toda convergencia política que las articule contra un enemigo común: la explotación generalizada, la subordinación (formal y real) y la dominación del capital. De esta manera, bajo la apariencia de haber superado por anticuada la teoría marxista de la lucha de clases en función de una supuestamente “radicalizada” teoría de la multiplicidad de puntos en fuga y una variedad de ángulos dispersos, lo único que se obtuvo como resultado palpable fue una nueva frustración política al no poder identificar un enemigo concreto contra el cual dirigir nuestros embates y nuestras luchas. Las metafísicas “post” elevaron a verdad universal, incluso con rango ontológico, la impotencia política de una época histórica determinada.
De esta manera, bajo el dialecto “pluralista” y pseudolibertario, se terminó recreando en términos políticos la añeja herencia liberal que situaba en el ámbito de lo singular la verdad última de lo real. De la mano de un argot neoanarquista meramente discursivo y puramente literario (que poco o nada tiene que ver con la combatividad de los heroicos compañeros obreros anarquistas que en Argentina, para dar un solo ejemplo, encabezaron las rebeliones clasistas de la Patagonia durante los años ’20 o en España durante los años ‘30) se termina relegitimando el antiguo credo liberal de rechazo a cualquier tipo de política global y de refugio en el ámbito aparentemente incontaminado de la esfera privada. Con menos inocencia que en el siglo XVIII... ahora, este liberalismo filosófico redivivo —que se vale de la jerga libertaria únicamente como coartada legitimante para presentar en bandeja “de izquierda” viejos lugares ideológicos de la derecha— ya no lucha contra la nobleza ni contra la monarquía. Enfoca sus fusiles con el fin de neutralizar o prevenir toda tentación que apunte a conformar en el seno de los conflictos contemporáneos cualquier tipo de organización revolucionaria que exceda la mera lucha reivindicativa de guetto o el inofensivo poder local. Que muchos de los motivos ideológicos posestructuralistas, formalmente “neoanarquistas”, corresponden en realidad al liberalismo no constituye sólo nuestra opinióniii.
La gran diferencia entre la época y las polémicas en las que intervino Rosa contra el reformismo y los debates actuales entre marxismo revolucionario y posestructuralismo consiste en que en aquella época no se ponía en discusión la perspectiva del socialismo. Hoy en día sí. Antes había una divergencia en torno a los métodos, no a los fines. En nuestro presente lo que está en discusión es, primero que todo, si queremos y deseamos o no el socialismo. En segundo lugar, si para realizarlo hace falta o no una revolución, la toma del poder y un proyecto estratégico de alcance global, no meramente local o microscópico. En ambos planos la reflexión de Rosa es inequívoca. Únicamente con el socialismo se podrá construir un modo de vida y convivencia social más racional y humano. Para ello no hay otro camino que la toma revolucionaria del poder y la transformación permanente a escala global de la sociedad.
Rosa no albergaba ninguna ilusión en cambiar la sociedad eludiendo la cuestión de la toma del poder. Tampoco se puede ocultar a los ojos del pueblo trabajador la necesidad de responder a la violencia represiva del sistema — violencia de arriba— con la violencia popular —violencia de abajo—. Sus análisis sobre el poder y la violencia en la historia jamás se limitaron a una cuestión meramente agitativa, propagandística, consignista ni replegada en las mayores o menores oportunidades de una coyuntura. Sus análisis sobre la violencia y el poder no sólo forman parte medular de su estrategia política anticapitalista sino que también, y al mismo tiempo, constituyen un eje central de su lectura de la concepción materialista de la historia y su crítica de la economía política.
No es casual ni caprichoso que Rosa haya profundizado en El Capital de Marx, despejando las lecturas brutalmente economicistas que se hicieron de esa obra, señalando en relación con la violencia que: “No se trata ya de la acumulación primitiva [originaria] sino de una continuación del proceso hasta hoy. [...] Del mismo modo que la acumulación del capital, con su capacidad de expansión súbita, no puede aguardar el crecimiento natural de la población obrera ni conformarse con él, tampoco podrá aguardar la lenta descomposición natural de las formas no capitalistas y su tránsito a la economía y al mercado. El capital no tiene, para la cuestión, más solución que la violencia, que constituye un método constante de acumulación de capital en el proceso histórico, no sólo en su génesis, sino en todo tiempo, hasta el día de hoy”iv.
Su conclusión es taxativa. Frente a quienes leían —y siguen leyendo— la obra magna de Marx como un simple tratado “rojo” de economía, donde la violencia, el ejercicio de la fuerza material y las relaciones de poder quedaban recluidas únicamente en los albores iniciales de la producción capitalista — durante la llamada “acumulación originaria”—, Rosa destaca que la violencia continúa en las fases maduras del desarrollo del capital. No sólo continúa..., ¡se profundiza!. No hay pues acumulación de capital —su objeto de indagación— sin violencia. No existe “economía pura” sin poder. No habrá pues superación del capital sin que el pueblo apele a una respuesta contundente frente a ese poder y esa violencia. Rosa nos aporta una imprescindible y aguda mirada de la sociedad contemporánea que supera ampliamente las distintas fases y sucesivos reciclajes del viejo equívoco reformista de “cambiar la sociedad sin tomar el poder”. Tanto en el caso de Bernstein (de principios de siglo), en el de la doctrina soviética de la “coexistencia pacífica” (de los años ’50 y ’60) y en el del eurocomunismo (de los ‘70) como en el de la moda académica actual.

El método dialéctico y la totalidad

Rosa Luxemburg es la mente más genial entre los herederos científicos de Marx y Engels
Franz Mehring

A pesar de su exasperante reformismo Bernstein tenía, paradójicamente, razón. La estrategia política del marxismo revolucionario es inseparable de sus puntos de vista metodológicos. Toda la obra de Rosa — donde se articulan sus reflexiones sobre el poder y sus investigaciones sobre el método— sirve para corroborar esa tesis de Bernstein. Ninguna categoría ha sido más repudiada, castigada y desechada en las últimas décadas que la de “totalidad”. Las vertientes más reaccionarias del posmodernismo francés y del pragmatismo norteamericano han asimilado cualquier visión totalizadora con la metafísica. A ésta última la igualaron, a su vez, con el pensamiento “fuerte”, de donde dedujeron que en ese tipo de racionalidad se encuentra implícita la apología del autoritarismo.
De este modo han intentado desechar los grandes relatos y narrativas de la historia, todo proyecto de emancipación, la categoría de “superación” (aufhebung) y cualquier visión totalizadora del mundo. Ahora bien, esa categoría tan vilipendiada —la de totalidad— es central en el pensamiento dialéctico de Rosa y en su crítica de la economía capitalista. Ella consideraba que el modo de producción capitalista constituye una totalidad. Nunca se puede comprender si se fragmentan cualquiera de sus momentos internos (la producción, la distribución, el cambio o el consumo). El capitalismo los engloba a todos en una totalidad articulada, según un orden lógico que a su vez tiene una dinámica esencialmente histórica. Por eso, cuando intenta explicar en las escuelas del partido (el SPD) el problema de “¿Qué es la economía?” dedica buena parte de su exposición a desarrollar no sólo las definiciones de la economía contemporánea sino particularmente la historia de la disciplina. Esa decisión no era arbitraria. Estaba motivada por la misma perspectiva metodológica que llevó a Marx a conjugar lo que él denominaba el “modo de exposición” con el “modo de investigación”, dos órdenes del discurso científico crítico que remitían al método lógico y al método histórico.
Para el marxismo revolucionario que intenta descifrar críticamente las raíces fetichistas de la economía burguesa no hay simple enumeración de hechos — tal como aparecen a la conciencia inmediata en el mercado, según nos muestran las revistas y periódicos de economía— sin lógica. Pero a su vez no existe lógica sin historia. La categoría que permite articular en el marxismo la lógica y la historia es la de totalidad, nexo central de la perspectiva metodológica que Rosa aprendió de Marx (como bien se encargó de destacar con detalles Lukács en Historia y conciencia de clase). No importa si sus correcciones a los esquemas de reproducción del capitalismo que Marx describió en el tomo II de El Capital son correctas o no. Lo importante es el método empleado en ese análisis. Rosa quizás pudo equivocarse en algunas conclusiones de La acumulación del capital pero no se equivocó en emplear el método dialéctico. Toda la reflexión de Rosa gira metodológicamente en torno a este horizonte. Reactualizar hoy ese ángulo nos parece de vital importancia, sobre todo si tomamos en cuenta que en el último cuarto de siglo se ha intentado fracturar toda perspectiva de lucha contra el capitalismo en su conjunto en aras de los “micropoderes”, los “microenfrentamientos capilares” y con una apología acrítica centrada en el poder local, etc, etc. Sin cuestionar la totalidad del sistema capitalista, cualquier reclamo y cualquier crítica al sistema se vuelven impotentes y pasibles de ser neutralizados.
Impulso revolucionario y burocracia sindical: los debates sobre la huelga de masas
Uno de los mayores equívocos que se han desplegado en torno a Rosa reside en su supuesto “espontaneísmo” y en la pretendida subestimación de la política que se encontraría en sus escritos. Particularmente en lo que atañe a los debates sobre la huelga de masas y la revolución rusa de 1905. El debate sobre la huelga de masas se instala y comienza a circular en la literatura marxista de la II Internacional entre 1895 y 1896. Fue Parvus [Aleksandr Helfand] el primer publicista que encaró el tema de la huelga política vinculándolo a la discusión sobre el golpe de estado. Lo hace en una serie de artículos publicados en la revista teórica del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) a propósito de las amenazas golpistas de un general llamado V. Boguslawski. Más tarde, en 1902, se produce una huelga general política en Bélgica que demandaba sufragio universal e igualitario. Fracasó. La discusión sobre esta huelga constituyó la segunda etapa del debate sobre la huelga de masas. Participaron en él Emile Vandervelde, Franz Mehring y la misma Rosa. Hasta que sobrevino la primera revolución rusa contra el zar, que comenzó con la represión sangrienta del 22 de enero de 1905. Ese fue el disparador para el mayor aporte de Rosa a este debate, condensado en su obra Huelga de masas, partido y sindicatos, redactada en el exilio de Finlandia en agosto de 1906.
Adoptando como modelo de inspiración la naciente revolución rusa, Rosa interviene desde el comienzo poniendo en discusión la burocratización de los poderosos y al mismo tiempo impotentes sindicatos alemanes que le tenían auténtico pánico a la huelga general. Como en todo debate, no se entiende nada de las tesis de Rosa si se hace abstracción de con quien está discutiendo. El interlocutor de la polémica marca gran parte del terreno y la tonalidad de los argumentos en todo debate. Si no se sabe o directamente se desconoce el objeto de su polémica, entonces se puede construir una Rosa Luxemburg a gusto y piacere..., potable para cualquier cosa. Incluso para enfrentarla con el marxismo. Pero ella era muy concreta, muy explícita, cuando señalaba que estaba polemizando contra: “los fantoches burocráticos que vigilan celosamente el destino de los sindicatos alemanes”v.
Estos funcionarios de carrera, que hacía años habían abandonado la perspectiva de la revolución, temían más que a la muerte a la huelga de masas, pues les haría perder estabilidad en sus posiciones conquistadas en las negociaciones con las patronales y el Estado. Algo no muy distinto de lo que experimentó el sindicalismo burocrático europeo entre 1945 y comienzos del neoliberalismo y el latinoamericano desde mediados de los años ’30 hasta los primeros ’70. Porque convengamos que la supuesta “panacea” del Estado benefactor que todavía algunos añoran... garantizaba ciertas conquistas laborales a condición de mantener maniatada, neutralizada, institucionalizada y en última instancia reprimida la rebeldía colectiva y antisistémica de la fuerza colectiva de trabajo. Nunca como en la época del Estado de bienestar keynesiano se pudo observar la justeza de la fórmula gramsciana que define al Estado capitalista como la conjunción de la coerción y el consenso, de la violencia y la hegemonía.
Pues bien, contra esa institucionalización y esa domesticación peleaba Rosa cuando defendía las virtudes políticas de la huelga de masas o huelga general política: “la huelga de masas, que fue combatida como opuesta a la actividad política del proletariado, aparece hoy como el arma más poderosa de la lucha por los derechos políticos”vi. Contra quienes vociferaban que la huelga general destruiría los sindicatos, ella replicaba apelando al ejemplo empírico de la revolución rusa de 1905 argumentando que el movimiento sindical ruso es hijo de la revolución: “Del huracán y la tormenta, del fuego y de la hoguera de la huelga de masas y de la lucha callejera, surgen, como Venus de las olas, sindicatos frescos, jóvenes, poderosos, vigorosos”vii.
Falsamente se podría contraponer a Rosa contra Lenin, aún cuando entre ambos existieron matices diversos sobre este debate. Cuando Lenin en su famoso ¿Qué hacer? pone en discusión el culto a la espontaneidad y defiende la necesidad de superar la etapa económico-corporativa, defendiendo la conciencia socialista y la lucha ideológica, está discutiendo contra otro frente, totalmente distinto del de Rosa. En el caso de Lenin, la discusión del ¿Qué hacer? va por el camino de cuestionar la limitación economicista del movimiento socialista ruso, su limitación a tímidas reformas económicas y la restricción de toda perspectiva política a la coyuntura espontánea y artesanal del día a día. Sólo atendiendo concretamente a los interlocutores diversos contra quienes polemizaban Rosa y Lenin —ambos ácidos críticos del oportunismo y el reformismo— se puede comprender a fondo la perspectiva común que los unía, aun cuando, insistimos, no se pueden confundir ambos planteos revolucionarios en una identidad absoluta.
En ese sentido, no podemos olvidar que fue precisamente Lenin quien tomó abierto partido por Anton Pannekoek contra Karl Kautsky haciendo referencia al debate sobre la huelga de masas de 1912viii. Entonces el máximo dirigente bolchevique señaló que: “Pannekoek se manifestó contra Kautsky como uno de los representantes de la tendencia «radical de izquierda» que contaba en sus filas a Rosa Luxemburg, a Carlos Rádek y a otros, y que defendiendo la táctica revolucionaria, tenía como elemento aglutinador la convicción de que Kautsky se pasaba a la posición del «centro», el cual, vuelto de espaldas a los principios, vacilaba entre el marxismo y el oportunismo. Que esta apreciación era acertada vino a demostrarlo plenamente la guerra, cuando la corriente del «centro» (erróneamente denominada marxista) o del «kautskismo» se reveló en toda su repugnante miseria. [...] En esta controversia es Pannekoek quien representa al marxismo contra Kautsky”ix. Una postura no muy distinta de la de Rosa... pues allí había cambiado el interlocutor de la polémica de Lenin. ¡Gravísimo, imperdonable y malintencionado error el de convertir el ¿Qué hacer? de Lenin en un manual pretendidamente anti-luxemburguista!
De todas formas es innegable y no se puede desconocer que Rosa polemizó varias veces con Lenin. Tanto en su artículo “Problemas organizativos de la socialdemocracia” de 1904 como en su “Crítica de la revolución rusa”, redactado durante la primera guerra mundial en la cárcel. Sin embargo, debe ubicarse cada crítica —y cada respuesta de Lenin, incluyendo aquella que envió a la revista alemana Neue Zeit de 1904 y que Kautsky no quiso publicar— en un contexto de coordenadas bien delimitado, ya que Rosa, como el principal dirigente de los bolcheviques, fueron modificando sus posiciones respectivas a lo largo de la historia. Si en 1904 ella depositaba mucha mayor confianza en la potencialidad autodisciplinante del proletariado que en una organización como la que promovía Lenin (pues Rosa temía que esa forma organizacional centralizada condujera en Rusia a la inercia, a la prudencia, al conservadurismo y al parlamentarismo, como sucedía con la socialdemocracia alemanax), al final de su vida termina fundando una nueva organización como es el Partido Comunista Alemán (KPD). Sólo su asesinato le impidió cofundar junto con Lenin y Trotsky la Internacional Comunista. Por su parte Lenin, si en sus escritos de comienzos del siglo empezó defendiendo a ultranza la legitimidad del centralismo, la profesionalidad de la militancia política e incluso ciertos elementos de burocracia partidaria como algo imprescindible para derrocar desde la clandestinidad al zarismo, cuando la revolución de 1905 conquistó ciertas libertades democráticas le dio una forma al Partido que muy poco tenía que ver con el centralismo exagerado. Es más, al final de su vida, Lenin termina cuestionando amargamente la burocracia del Estado y del Partido dejando esas desesperadas señales de alerta dictadas a sus secretarias como su testamente políticoxi.
Por lo tanto, ambos fueron cambiando respectivamente de posiciones. No se puede cristalizar a ninguno de los dos en una fórmula rígida para que entren en un fácil esquema dicotómico de pizarrón. Marcando entonces nuestras distancias y reservas frente al esquematismo que pretende oponer a rajatablas a Rosa contra Lenin y a Lenin contra Rosa, para profundizar en ese campo problemático debemos preguntarnos ¿cómo definía Rosa la huelga de masas? Pues como unaconjugación de las luchas políticas y económicas, interpenetradas entre sí, no únicamente como una lucha meramente económica. Si se delimita estrictamente contra quien está discutiendo y se analiza en toda su complejidad su análisis de la huelga de masas como una huelga política se ve cuan lejos está de la realidad la contraposición extrema que se ha pretendido levantar entre la reflexión de Rosa y la de Lenin. Su razonamiento no va en contra de este último. De allí que Rosa afirmara lo siguiente: “Las huelgas políticas y las económicas, las huelgas de masas y las parciales, las huelgas de protesta y las de lucha, las huelgas generales de determinadas ramas de la industria y las huelgas generales en determinadas ciudades, las pacíficas luchas salariales y las masacres callejeras, las peleas en las barricadas; todas se entrecruzan, corren paralelas, se encuentran, se interpenetran y se superponen; es una cambiante marea de fenómenos en incesante movimiento. Y la ley que rige el movimiento de estos fenómenos es clara: no reside en la huelga de masas misma ni en sus detalles técnicos sino en las proposiciones políticas y sociales de las fuerzas de la revolución”xii.
Rosa no subestimaba, pues, las instancias políticas en el desarrollo de la huelga de masas. Lo que ponía en discusión era la inercia del Partido Socialdemócrata Alemán y su burocracia sindical para encabezar la lucha. Al mismo tiempo, ella apelaba al espíritu revolucionario y a la iniciativa de las masas contra la pasividad del funcionariado partidario. Aquellos debates en los que intervino Rosa no han quedado sepultados en el pasado ni le interesan únicamente a los historiadores del pensamiento socialista. Volver a pensar el nexo entre movimientos sociales y conciencia política socialista —así como también el rol frenador de las burocracias sindicales— a la luz de la lucha actual contra la globalización del capital, la ofensiva del imperialismo, la crisis del reformismo y de los pactos sociales del Estado de bienestar sigue siendo una tarea que tenemos por delante.

“Desde afuera” de la economía...pero desde adentro de los movimientos sociales

Rosa Luxemburg, figura internacional y figura intelectual y dinámica, tenía también una posición eminente en el socialismo alemán. Se veía, y se respetaba en ella, su doble capacidad para la acción y para el pensamiento, para la realización y para la teoría. Al mismo tiempo era Rosa Luxemburg un cerebro y un brazo del proletariado alemán.
José Carlos Mariátegui

“La Revolución alemana” (20 de julio de 1923) En cuanto a la controvertida relación entre “espontaneidad” y vanguardia, entre impulso popular espontáneo y organización revolucionaria consciente, podemos apreciar su apabullante actualidad. Esta serie de interrogantes hoy reaparece con otro lenguaje y otro registro. No es ya el problema de la huelga de masas —que, insistimos, Rosa analizó a partir de la primera revolución rusa de 1905— sino más bien el de los movimientos sociales (la subjetividad popular) y su vinculación con la política. Aquí sus escritos, releídos desde nuestras inquietudes contemporáneas, tienen mucho para decirnos y enseñarnos. La lectura de los trabajos de Rosa seguramente nos permitirá recuperar a Lenin de otra forma, despojado ya de todo el lastre dogmático que impidió utilizar el arsenal político del gran revolucionario bolchevique. Aquel a quien Gramsci no dudó en catalogar en sus Cuadernos de la cárcel como “el más grande teórico de la filosofía de la praxis”.
A partir de una comparación entre las posiciones de Rosa y de Lenin se puede entender que cuando este último hablaba de “llevar la conciencia socialista desde afuera” al movimiento obrero no estaba defendiendo una exterioridad total frente al movimiento social “espontáneo” sino una exterioridad restringida, tomando como marco de referencia la relación entre economía y política. Esto quiere decir que el “afuera” desde el cual Lenin defendía la necesidad de organizarse en un partido político socialista remitía a un más allá de la economía. ¿”Desde afuera” de dónde? Pues desde afuera de la economía, no desde afuera de la política ni de los movimientos sociales.
Lenin pensaba que de la lucha económica no surge automáticamente la conciencia socialista. De las reivindicaciones cotidianas no emerge una organización revolucionaria. Hay que trascender el estrecho límite de los conflictos económicos (reclamos de empleo o de subsidios para quienes no lo tienen; mayor salario, vacaciones, reducción de la jornada laboral, para quienes sí lo poseen) para alcanzar un punto de vista crítico del capitalismo en su conjunto. Si el pueblo se limita a reclamar únicamente reivindicaciones puntuales, tan sólo conseguirá remendar el capitalismo, mejorarlo, embellecerlo y sobrevivir en el día a día, pero nunca acabará con el sistema ni con su miserable condición.
Esto era lo que él pensaba y predicaba. Pero muchos creyeron que Lenin estaba defendiendo una política ajena a los movimientos sociales, completamente externa a las luchas cotidianas. Esta última deformación y caricatura del pensamiento de Lenin derivó en una concepción burocrática del partido encerrado en sí mismo, ciego y sordo al sentimiento y a la conciencia popular.
Ni Lenin ni Rosa —recordemos que los dos fundaron, cada uno en países distintos, organizaciones revolucionarias, Lenin el Partido Bolchevique, Rosa la Liga Espartaco y el Partido Comunista Alemán (KPD)— creían que el partido tenía que estar mirándose su propio ombligo o predicar desde “afuera” al movimiento social. Las organizaciones de las y los revolucionarios deben ser parte inmanente de los movimientos sociales (del movimiento obrero, del movimiento de mujeres, de los movimientos juveniles, de los movimientos de trabajadores desocupados, de los movimientos campesinos, de los movimientos de derechos humanos, etc.), nunca un “maestro” autoritario que desde afuera lleva una teoría pulcra y redonda que no se “abolla” en el ir y venir del movimiento de masas.
Entre el sentido común, la ideología “espontánea” del movimiento popular, y la reflexión científica, es decir, la ideología del intelectual colectivo, no debe haber ruptura absoluta. Cuando esta última se produce se pierde la capacidad hegemónica de los partidos y organizaciones de la clase trabajadora y crece la capacidad hegemónica del enemigo —la burguesía, los dueños del poder, el imperialismo— que cuenta en su haber con las tradiciones de sumisión, con las instituciones del Estado y, hoy en día, con el monopolio dictatorial de los medios de comunicación de masas. De modo que, a pesar de sus varias discusiones, las posiciones de Rosa y de Lenin —aunque con matices distintos, ya que probablemente ella ponía mayor énfasis en los movimientos y Lenin en el partido revolucionario— en última instancia serían complementarias e integrables en función de una difícil pero no imposible dialéctica de la organización política, entendida como consecuencia y a la vez impulsora del movimiento social. ¡La hegemonía socialista se construye desde adentro de los movimientos!. La conciencia de clase es fruto de una experiencia de vida, de valores sentidos y de una tradición de lucha construida que ningún manual puede llevar desde afuera pues se chocará indefectiblemente —como muchas veces ha sucedido en la historia— con un muro de silencio e incomprensión.

Sobre la revolución bolchevique y la filosofía política marxista

Su célebre folleto crítico sobre la revolución rusa fue publicado póstumamente con intenciones polémicas por Paul Levi —un miembro de la Liga Espartaco y del Partido Comunista alemán (KPD), luego disidente y reafiliado al Partido Socialdemócrata (SPD)—. Cabe agregar que Rosa cambió de opinión sobre su propio folleto al salir de la cárcel y participar ella misma de la revolución alemana. Sin embargo, aquel escrito fue utilizado para intentar oponer a Rosa frente a la revolución rusa y contra Lenin (de la misma manera que luego se repitió ese operativo enfrentando a Gramsci contra Lenin o al Che Guevara contra la revolución cubana). Se quiso de ese modo construir un luxemburguismo descolorido y “potable” para la dominación burguesa que poco tiene que ver con la Rosa de carne y hueso. Al resumir sus posiciones críticas hacia la dirección bolchevique, cuya perspectiva revolucionaria general compartía íntimamente, Rosa se centró en tres ejes problemáticos. Les cuestionó la catalogación del carácter de la revolución, su concepción del problema de las “guerras nacionales” y la compleja tensión entre democracia socialista y dictadura proletaria.
Si bien es cierto que aquel escrito adolece de varias equivocaciones — como agudamente señaló György Lukács en su clásico Historia y conciencia de clase (1923)—, también resulta insoslayable que Rosa acertó al señalar algunos agujeros vacíos cuya supervivencia a lo largo del siglo XX generó no pocos dolores de cabeza a los partidarios del socialismo. Rosa sí tuvo razón cuando sostuvo que sin una amplia democracia socialista —base de la vida política creciente de las masas trabajadoras— sólo resta la consolidación de una burocracia. Según sus propias palabras, si este fenómeno no se puede evitar, entonces “la vida se extingue, se torna aparente y lo único activo que queda es la burocracia”. En el caso del socialismo europeo la historia le dio, lamentablemente, la razón. No otra fue la conclusión del mismo Lenin al final de su vida, tanto en el diario de sus secretarias como en sus últimos artículos donde enjuiciaba el creciente aparato de estado y su progresivo alejamiento de la clase trabajadora. La necesaria vinculación entre socialismo y democracia política y los riesgos de eternizar y tomar como norma universal lo que era en realidad producto histórico de una situación particular de guerra civil, es decir, el peligro de hacer de necesidad virtud en el período de transición al socialismo, constituye uno de los ejes de su pensamiento que probablemente más haya resistido el paso del tiempo. Ninguna revolución socialista del futuro podrá hacer caso omiso de las advertencias que Rosa formuló contra las deformaciones autoritarias y burocráticas del socialismo.
Pero sus reflexiones no sólo atañen a una experiencia puntual como la tragedia histórica que experimentó ese heroico asalto al cielo encabezado por los bolcheviques del cual todavía hoy seguimos aprendiendo. Tienen un alcance más general en el terreno de la filosofía política. Si la pregunta básica de la filosofía política clásica de la modernidad se interroga por las condiciones de la obediencia al soberano, el conjunto de preguntas del marxismo apuntan exactamente a su contrario. Desde este último ángulo lo central reside en las condiciones que legitiman no la obediencia sino la insurgencia y la rebelión; no la soberanía que corona al poder institucionalizado sino la que justifica el ejercicio pleno del poder popular. Antes, durante y después de la toma del poder. Allí, en ese terreno nuevo que permanecía ausente en los filósofos clásicos de la teoría del derecho natural contractualista del siglo XVIII, en Hegel y en el pensamiento liberal del siglo XIX, es donde la teoría política marxista en la que se inscribe Rosa ubica el eje de su reflexión. En ese sentido, el socialismo no constituye el heredero “mejorado” y “perfeccionado” del liberalismo moderno, sino su negación antagónica. Si hubiera entonces que situar la filiación que une la tradición política iniciada por Marx y que Rosa Luxemburg desarrolló en su espíritu — contradiciendo muchas veces su letra— a partir de la utilización de su misma metodología, podríamos arriesgar que el socialismo contemporáneo pertenece a la familia libertaria y democrática más radical. Opositor y enconado polemista contra el liberalismo, al mismo tiempo es —o debería ser— el heredero privilegiado de la democracia directa teorizada por Juan Jacobo Rousseau.
Desde esta óptica —bien distinta al autoritarismo burocrático de quienes legitimaron los “socialismos reales” europeos— se tornan inteligibles los presupuestos desde los cuales Rosa Luxemburg dibujó las líneas centrales de su crítica a los peligros del socialismo burocrático.
Socialismo o barbarie, algo más que una consigna...
Cuando Rosa termina de cortar sus vínculos, ya no sólo con el oportunismo reformista de Bernstein sino también con la tradición determinista “ortodoxa” de Kautsky (ambos máximos exponentes de la II Internacional) formula una disyuntiva célebre y famosa, que hoy tiene absoluta actualidad: “Socialismo o barbarie”. Ésta última resume seguramente lo más explosivo de su herencia y lo más sugerente de su mensaje para el socialismo del siglo XXI.
No se trata de una simple consigna de agitación. Presupone una ruptura radical con todo un modo determinista de comprender la historia y la sociedad (en el cual ella misma había creído hasta ese momento, pues sus escritos anteriores se encuentran plagados de referencias a la “necesidad histórica” y a la supuesta “inevitabilidad” de la crisis económica del capitalismo, de la huelga de masas proletaria, de la revolución y del socialismo). Inserta en su “folleto de Junius” (La crisis de la socialdemocracia, 1915), esa síntesis histórica resulta superadora del determinismo fatalista y economicista asentado en el desarrollo imparablemente ascendente de las fuerzas productivas. Allí se inscribe la ruptura epistemológica que en el seno de la tradición marxista abre esta disyuntiva formulada por ella.
Según el fatalismo determinista, durante décadas considerado la versión “ortodoxa” y oficial del marxismo, la sociedad humana marcharía de manera necesaria, ineluctable e indefectible hacia el socialismo. La subjetividad histórica y la lucha de clases no jugarían ningún papel. A lo sumo, podrían acelerar o retrasar ese ascenso de progreso lineal, “final feliz” asegurado de antemano por el advenimiento del comunismo al final de la prehistoria humana. Pero en plena guerra mundial Rosa rompe con ese dogma y plantea que la historia humana es contingente y tiene un final abierto, no predeterminado por el progreso lineal de las fuerzas productivas (ese viejo grito moderno y secularizado del más antiguo “¡Dios lo quiere!”, tal como irónicamente afirmaba Gramsci). Por lo tanto, el futuro sólo puede ser resuelto por el resultado de la lucha de clases. Podemos ir hacia una sociedad desalienada y una convivencia más racional y humana, el socialismo; o podemos continuar hundiéndonos en la barbarie, el capitalismo. Ambos horizontes de posibilidades permanecen potencialmente abiertos. Actualizar uno u otro depende del accionar humano.
Cuando hoy hablamos de “barbarie” estamos pensando en la barbarie moderna, es decir, la civilización globalizada del capitalismo. Nunca hubo más barbarie que durante el capitalismo moderno. Como ejemplos contundentes pueden recordarse el nazismo alemán con sus fábricas industriales de muerte en serie; el apartheid sudafricano —régimen político insertado de lleno en la modernidad blanca, europea y occidental— o los regímenes militares de contrainsurgencia de Argentina y Chile, que realizaron durante la década del ‘70 un genocidio burocrática y mecánicamente planificado aplicando torturas científicas y dejando como secuela decenas de miles de desaparecidos. Mucho antes de que todo esto sucediera, Rosa había advertido el peligro que se abría ante nosotros. Lúcidamente había identificado la ecuación histórica que marcó y sigue marcando el ritmo de los tiempos actuales: [capitalismo “civilizado” = barbarie]

Socialismo marxista y teología de la liberación

Otro de los ámbitos polémicos donde Rosa incursionó con notable agudeza fue en la compleja y aún irresuelta relación entre socialismo y religión. Sabido es que en la “ortodoxia” de la II Internacional —de la cual fue una clara continuación filosófica el materialismo dialéctico [DIAMAT] de la época stalinista— el marxismo era concebido como una ciencia “positiva” análoga a las naturales, cuyo modelo paradigmático era la biología. Desde esos parámetros ideológicos no resulta casual que se intentara trazar una línea ininterrumpida de continuidad entre los pensadores burgueses ilustrados del siglo XVIII y los fundadores de la filosofía de la praxis. En ese particular contexto filosófico-político, la religión era concebida —en una lectura apresurada, sesgada y unilateral del joven Marx (1843)— simplemente como el “opio del pueblo” (una expresión que Marx utilizó, efectivamente, pero que no tiene el sentido simplista que habitualmente se le atribuye). Aun educada inicialmente en esa supuesta “ortodoxia” filosófica —con la cual romperá amarras alrededor de 1915— Rosa Luxemburg se opuso a una lectura tan simplificada del materialismo histórico en torno al problema de la religión.
Ante el estallido en 1905 de la primera revolución rusa, Rosa escribió un corto y apretado folleto sobre “El socialismo y las iglesias”. En él, como parte de los socialistas polacos, cuestiona el carácter reaccionario de la iglesia oficial que intentaba separar a los obreros del socialismo marxista, manteniéndolos en la mansedumbre y la explotación (una historia bien conocida en América Latina). Hasta allí su escrito no se diferenciaba en absoluto de cualquier otro de la época de la II Internacional. Pero al mismo tiempo —y aquí reside lo más notable de su empeño— intenta releer la historia del cristianismo desde una óptica historicista. Así afirma que “los cristianos de los primeros siglos eran comunistas fervientes”. En esa línea de pensamiento reproduce largos fragmentos que resumen el mensaje emancipador de diversos apóstoles como San Basilio, San Juan Crisóstomo y Gregorio Magno. De ese modo Rosa retoma el sugerente impulso del último Engels, quien en el prólogo de 1895 a Las luchas de clases en Francia no había tenido miedo de homologar el afán cristiano de igualación humana con el ideal comunista del proletariado revolucionario. Engels ya lo había hecho mucho antes en Las guerras campesinas en Alemania, donde a la visión burguesa de Martín Lutero opone el rescate del cristianismo revolucionario de Tomas Münzer. Una lectura cuya tremenda actualidad no puede dejar de asombrarnos cuando —en América Latina y en otras partes del mundo— grandes sectores populares religiosos se rebelan contra el carácter jerárquico y autoritario de las iglesias institucionales para asumir una práctica de vida íntimamente consustanciada con el comunismo de aquellos primeroscristianos.
El asesinato de Rosa

El que se quedara con las masas y compartiera su destino cuando la derrota del levantamiento de enero —claramente prevista por ella misma hace años en el plano teórico, y también claramente en el momento mismo de la acción—, es tan directa consecuencia de la unidad de la teoría y de la practica en su conducta como el merecido odio mortal de sus asesinos, los oportunistas socialdemócratas.
György Lukács: Historia y conciencia de clase

El 9 de noviembre de 1918 (un año después del levantamiento bolchevique de Rusia) comenzó la revolución alemana. Fueron dos meses de agitación ininterrumpida. Luego de una huelga general, los trabajadores insurrectos —dirigidos por la Liga Espartaco— proclamaron la República y se constituyeron consejos revolucionarios de obreros y soldados. Mientras Kautsky y otros socialistas se mostraron vacilantes, el grupo mayoritario en la socialdemocracia alemana (comandado por Friedrich Ebert [1870-1925] y Philipp Schleidemann [1865-1939]) enfrentó con vehemencia y sin miramientos a los revolucionarios. Tal es así que Gustav Noske [1868-1947], miembro de este grupo (el SPD), asumió como Ministro de Guerra. Desde ese puesto y con ayuda de los oficiales del antiguo régimen monárquico alemán, organizó la represión de los insurrectos espartaquistas. Mientras tanto, el diario socialdemócrata oficial Vorwärts [Adelante] publicaba avisos llamando a los Freikorps —“cuerpos libres”, nombre de los comandos terroristas de derecha— para que combatieran a los espartaquistas, ofreciéndoles “sueldo móvil, techo, comida y cinco marcos extra”.
El 15 de enero de 1919 Carlos Liebknecht y Rosa Luxemburg son capturados en Berlín por la enfervorizada tropa de soldados. Horas más tarde son salvajemente asesinados. Poco después, León Jogiches (1867-1919), compañero de amor y militancia de Rosa Luxemburg durante muchos años, es igualmente asesinado. El cuerpo de Rosa, ya sin vida, es arrojado por la soldadesca a un río. Su cadáver recién se encontró en mayo, cinco meses después.
La responsabilidad política que la socialdemocracia reformista tuvo en el cobarde asesinato de Rosa Luxemburg y sus compañeros ya ningún historiador la discute. Ese acto de barbarie ha quedado en esa tradición como una mancha moral que difícilmente se borre con el tiempo. Pero la memoria insepulta de Rosa, su pensamiento marxista, su ética revolucionaria y su indoblegable ejemplo de vida, continúan vivos. Entrañablemente vivos. En el puente donde sus asesinos arrojaron su cuerpo al agua siguen apareciendo, periódicamente, flores rojas. Las nuevas generaciones, metidas de lleno en la lucha contra el capital globalizado y el imperialismo, no la olvidan.
Después del ocaso del stalinismo y de la crisis del neoliberalismo, y ante la degradación política, ideológica y moral de toda la gama de reformismos contemporáneos recuperar a Rosa se torna una tarea impostergable. Ella representa el corazón rojo del socialismo, la garantía de que la bandera de la rebelión a escala mundial no se manche por el gris mediocre de la burocracia ni por el amarillo tímido del reformismo. ¡Volver a Rosa se ha tornado urgente! Tan urgente como recuperar la herencia insumisa y rebelde de los bolcheviques, del Che Guevara, de Mariátegui, de Gramsci, del joven Lukács y de todo el marxismo revolucionario acumulado por las generaciones que nos precedieron. Sin contar con esa inmensa experiencia de lucha y toda esa reflexión previa el pensamiento radical de nuestros días terminará fagocitado, neutralizado y cooptado por la trituradora de carne de las instituciones que garantizan y reproducen la hegemonía del capital.

NOTAS
¡ Remitimos a nuestro libro Toni Negri y los desafíos de «Imperio». Madrid, Campo de Ideas, 2002. Traducido al italiano con el título Toni Negri e gli equivoci di «Imperio». Bolsena, Massari Editore, 2005.
ii Que el pensamiento libertario y antiautoritario de Rosa no se inscribe en la tradición anarquista sino en la marxista revolucionaria puede corroborarse leyendo simplemente sus escritos en lugar de construir sobre ella leyendas y mitos a gusto del buen consumidor (algo que por otra parte no se reduce a Rosa como caso especial, recordemos la cantidad de “usos” que se hicieron sobre el pensamiento de Gramsci...). Por ejemplo, en Huelga de masas, partido y sindicatos Rosa señalaba que: “La Revolución Rusa [de 1905. Nota de N.K.], el primer experimento histórico de huelga de masas, no sólo no ofrece una reivindicación del anarquismo sino que en realidad implica la liquidación histórica del anarquismo [subrayado de Rosa]. [...] Rusia fue la cuna histórica del anarquismo. Pero la patria de Bakumin iba a convertirse en la tumba de sus enseñanzas”. Aunque allí reconoce las “heroicas acciones del anarquismo”, Rosa afirma que “la carrera histórica del anarquismo está poco menos que liquidada” [...] el método general y los puntos de vista del marxismo son los que salen ganadores”. Véase Rosa Luxemburg: Huelga de masas, partido y sindicatos. En Rosa Luxemburg: Obras escogidas. Buenos Aires, Ediciones Pluma, 1976. Tomo I, páginas 187-189.
iii También lo ha planteado Alex Callinicos cuando, refiriéndose a la controvertida lectura que hace Foucault sobre la rebelión europea de 1968, sostiene que la suya: “implica una interpretación particular de mayo de 1968 que rechaza el intento de considerarlo una reivindicación del clásico proyecto revolucionario socialista. Por el contrario, sostiene Foucault: «lo que ha ocurrido desde 1968 y, podría argumentarse, lo que hizo posible es profundamente antimarxista» 1968 involucra la oposición descentralizada al poder, más que un esfuerzo por sustituir un conjunto de relaciones sociales por otro. Un intento semejante sólo podía haber logrado establecer un nuevo aparato de poder-saber en lugar del antiguo, como lo demuestra la experiencia de la Rusia posrevolucionaria. Foucault busca dar a este argumento —en sí mismo poco original, pues se trata de un lugar común del pensamiento liberal desde Tocqueville y Mill— un nuevo cariz, ofreciendo una explicación distintiva del poder”. Véase Alex Callinicos: Contra el posmodernismo. Edición en español de julio de 1993. En el sitio de internet:
http://www.socialismo-obarbarie. org/formacion/formacion_callinicos_postmodernismo_00.htm
iv Véase Rosa Luxemburg: La acumulación del capital. México, Grijalbo, 1967. página 285.
v Véase Rosa Luxemburg: Huelga de masas, partido y sindicatos. Obra citada. página 210.
vi Obra citada. página 189.
vii Obra citada. página 210.
viii Véase los documentos de la polémica en Luxemburg, Kautsky y Pannekoek: Debate sobre la huelga de masas. Córdoba, Pasado y Presente, 1976.
ix Véase Vladimir I. Lenin: El Estado y la revolución. En Obras Completas. Buenos Aires, Cartago, 1960. Tomo XXV, página 477-479.
x Intentando hacer un balance maduro de la discusión de 1904-1905 acerca de la organización, León Trotsky, otro de los participantes en dicha polémica (había intervenido en 1904 en el debate con el artículo “Nuestras tareas políticas”), al final de su vida señaló: “Toda la experiencia posterior me ha demostrado que Lenin tenía razón, contra Rosa Luxemburg y contra mí”. Balance reproducido por Mary Alice Waters en su introducción a Rosa Luxemburg: Obras escogidas. Obra Citada. Tomo I. Página 33.
xi Véase Paul Frölich: Rosa Luxemburg. Vida y obra. Madrid, Fundamentos, 1976. páginas 140-141.
xii Véase Rosa Luxemburg: Huelga de masas, partido y sindicatos. Obra citada. página 216.