Friday, April 21, 2006

Puritanismo de izquierdas. Metadialéctica/2


El título es una contradicción in términis, obviamente, puesto que el puritanismo siempre es de derechas, e incluso suele ser el rasgo más ostensible (por no decir ostentoso) de los conservadores. El puritanismo lleva el discurso moral al ámbito de la sexualidad, es decir, de lo privado (más aún, de lo íntimo), y por tanto solo es compatible con el dogmatismo más prepotente e invasor. Sin embargo, algunas personas (y organizaciones) que se dicen deizquierdas asumen de forma inconsciente la moral sexual cristianoburguesa, lo que las lleva a incurrir en contradicciones flagrantes. Por ejemplo, hasta hace bien poco la actitud de muchos supuestos comunistas hacia la homosexualidad era vergonzosa (cuando no criminal), y aunque la situación ha cambiado bastante en los últimos años, la homofobia sigue estando presente en todo el espectro político de la mayoría de los países.
Pero el asunto con respecto al cual se manifiesta de forma más clara la pervivencia del puritanismo en el seno de la izquierda es, en estos momentos, la prostitución. El abolicionismo es incluso la postura oficial de algunas organizaciones que se erigen en defensoras de los derechos de los explotados, lo cual da idea del grado de ofuscación al que se puede llegar en lo relativo a los instintos básicos. Pues la actitud de quienes quieren “redimir” a las trabajadoras sexuales sin contar siquiera con su opinión, no es muy distinta de la de aquellos misioneros que, con la cruz en una mano y la espada en la otra, cristianizaban a los infieles a la fuerza. La arrogancia y la prepotencia subyacentes son las mismas: “Yo sé mejor que tú lo que te conviene, y aunque te avasalle y atente contra tu libertad, lo hago por tu propio bien”.
Afortunadamente, con respecto a la sexualidad, y tras más de tres mil años de implacable represión judeocristiana, la pugna dialéctica (metadialéctica) de la dialéctica con el dogma empieza por fin a animarse, sobre todo gracias al feminismo radical y a los movimientos de liberación de los y las homosexuales. No es casual que sean los colectivos de lesbianas y feministas radicales los que apoyan a las trabajadoras del sexo en sus reivindicaciones, puesto que el enemigo común es el patriarcado, que lleva milenios reprimiendo brutalmente la sexualidad femenina y negándole a la mujer el derecho a decidir sobre su propio cuerpo. Y tampoco es casual que la mayoría de los abolicionistas (o al menos los más estrepitosos) sean hombres.
Es lamentable que una mujer (o un hombre) alquile su cuerpo: tan lamentable como cualquier compraventa de prestaciones que deberían ser espontáneas y gratuitas; pero si las prestaciones sexuales de pago son más o menos lamentables que otras lo tendrán que decidir las personas directamente implicadas, no la Iglesia, ni la izquierda timorata, ni las feministas de salón. Mientras vivamos en un mundo-mercado en el que no tenemos más remedio que alquilar diariamente una parte de nosotros mismos, qué menos que poder decidir qué parte alquilamos sin que vengan a darnos lecciones de moral los puritanos de uno y otro bando. Algunos de los que piden la abolición de la prostitución deberían predicar con el ejemplo dándose de baja de sus prostituidas organizaciones políticas.
El horror a la prostitución tiene también mucho que ver con el mito del amor romántico, que es el mito nuclear de nuestra cultura; un mito que se resiste más que ningún otro al asalto dialéctico de la razón, y que hace que algunos desplacen el “receptáculo de la identidad” de la cabeza al bajo vientre (“El cerebro es mi segundo órgano favorito”, dice Woody Allen, máximo exponente del romanticismo irónico). Si el amor es algo sagrado, la “profanación” mercantilista del ritual amoroso es un sacrilegio, y la prostituta se convierte en una especie de diablesa, a la vez terrible y fascinante (es decir, doblemente terrible).
El poder siempre ha intentado controlar la sexualidad y la procreación, y como el poder (al menos en el período histórico) siempre ha sido patriarcal, ha puesto un especial empeño en el sometimiento o en la negación de la sexualidad femenina. Esta es la explicación última del puritanismo y de su paradójica pervivencia en ciertos sectores de la izquierda, que aún no han comprendido que el paternalismo con respecto a las “pobres mujeres indefensas” es una artimaña más del patriarcado opresor; que aún no han comprendido que, por definición, no se puede llevar el discurso moral al terreno de la intimidad (puesto que la intimidad, siempre que haya acuerdo entre quienes la comparten, es el lugar donde los individuos dejan de tener que rendir cuentas a la sociedad); que aún no han comprendido que sin libertad sexual no hay libertad a secas, y que esa libertad incluye, nos guste o no, lo que algunos llaman libertinaje, perversión o pecado.
(Continuará)

Wednesday, April 12, 2006

Metadialéctica


Carlo Frabetti
Rebelión
Paradójicamente, se suele hablar de la dialéctica de forma adialéctica. Los tratados al uso vienen a decir que Marx y Engels tuvieron la feliz idea de casar el pujante materialismo decimonónico con la dialéctica de Hegel, y que de este matrimonio incestuoso (puesto que ambos cónyuges eran hijos de la revolución científica desencadenada por Galileo y Newton) nació el materialismo dialéctico. Pero esta es una visión simplista (mecánica) de un proceso complejo (dialéctico), que no se inició en el siglo XIX ni se consumó en el XX, y que deberíamos hacer un esfuerzo por consolidar en el XXI.
La propia dialéctica se ha desarrollado en relación dialéctica con la metafísica (una oposición paralela --pero no equivalente-- a la de la antinomia materialismo-idealismo), y esta “metadialéctica” (o sea, esta relación dialéctica en la que la dialéctica misma es uno de los miembros del binomio) es el motor del pensamiento y la clave de su evolución. No es la conciencia lo que nos hace racionales (muchos animales, si no todos, son tan conscientes de su entorno y de sí mismos como nosotros), sino la conciencia de la conciencia, o sea, la “metaconciencia”. Análogamente, no es la mera dialéctica lo que nos hace racionalistas, sino la metadialéctica, o sea, la pugna dialéctica entre la dialéctica y la metafísica; una batalla que se viene librando desde los orígenes de la filosofía y que se reproduce en la mente de cada individuo (como dice Hölderlin, “la vida espiritual del hombre se debate entre la razón y el mito”).
La historia oficial de la dialéctica empieza con Platón (es decir, con Sócrates), que, al ver en el diálogo “el camino que conduce al conocimiento cierto”, puso en marcha un proceso de refinamiento del arte de razonar que culminaría con Hegel, cuya formulación es, en esencia, una traducción del método científico al lenguaje de la filosofía. Sin embargo, Hegel no renuncia al idealismo, y por eso su dialéctica, aunque básicamente correcta, está “cabeza abajo”, como dice Engels, en el sentido de que invierte la relación materia-espíritu; pero basta darle la vuelta y ponerla “con los pies en el suelo” para convertirla en el más eficaz instrumento filosófico jamás inventado. Y eso es precisamente lo que hacen Marx y Engels (apoyándose en Darwin) al afirmar que el espíritu es la “realidad última”, sí, pero no en el sentido ontológico sino en el cronológico, puesto que la mente es el resultado final de la organización de la materia, la “propiedad emergente” de una parte de la materia (la materia orgánica) que evolucionó hasta cobrar conciencia de sí misma (y de su propia conciencia).
Pero un instrumento filosófico no es una visión del mundo (no hay que confundir la Luna con el dedo que la señala, ni con el telescopio que nos la acerca). El materialismo dialéctico es un método, más que una representación (y por eso tal vez sería oportuno invertir la relación sustantivo-adjetivo y llamarlo “dialéctica materialista”). La Weltanschauung derivada del materialismo dialéctico es, en todo caso, el materialismo histórico (o más bien el cuadro que va dibujando la interpretación materialista de la historia), que es un modelo en construcción y sumamente complejo; no solo no hay que confundir el mapa con el territorio, como nos recuerda Wittgenstein, sino que tampoco hay que creer que el mapa está completo, o que el mero hecho de poseerlo nos permite movernos por el territorio con plena seguridad.
La aceptación teórica del materialismo no nos convierte ipso facto en materialistas, y la adopción de la dialéctica no nos libra automáticamente de la metafísica (y esto vale tanto para los individuos como para los partidos políticos y los pueblos). El dogmatismo, el irracionalismo, el determinismo y demás avatares del idealismo están demasiado arraigados en nuestra cultura como para eliminarlos de forma rápida, sencilla e indolora. Del mismo modo que un siglo después de la revolución relativista nuestra visión subjetiva del mundo físico sigue siendo newtoniana, después de un siglo y medio de marxismo y de varias revoluciones sociales nuestra moral no ha dejado de ser dogmática, y la pugna dialéctica de la dialéctica misma con la metafísica parece poco menos que estancada. Cierto es que en los tres últimos siglos la razón le ha ganado importantes batallas al mito, pero aún está lejos de alcanzar la victoria final (es decir, inaugural) anunciada por la Ilustración y perseguida por el socialismo.
El hambre, el miedo y la libido son los tres motores de la conducta, las pulsiones más básicas e irreductibles de todos los animales, incluidos los racionales. Y en consecuencia, todas las sociedades, todas las culturas, se articulan alrededor de estos tres polos. Conseguir comida, protección y sexo son nuestros objetivos prioritarios, y una organización social es, ante todo, un intento de garantizar y regular la satisfacción de estas necesidades primordiales. No es extraño, por tanto, que los hábitos alimentarios y sexuales, así como las formas de evitar el peligro y conjurar el miedo, sean los rasgos más definitorios de una cultura y los más arraigados en los individuos que la comparten, hasta el punto de que todos tendemos a considerar “naturales” nuestras costumbres dietéticas, eróticas y defensivas, y no solo nos resulta muy difícil modificarlas, sino incluso reflexionar sobre ellas. Tan difícil que la izquierda ha sido incapaz, hasta ahora, no ya de resolver, sino tan siquiera de abordar con el debido rigor las contradicciones directamente relacionadas con la alimentación, la sexualidad y la defensa. El carnivorismo, el puritanismo y el belicismo siguen siendo tres de las mayores lacras de nuestra cultura; y las tres, por cierto, tienen mucho que ver con el machismo, la causa última de nuestra miseria moral, el ingrediente básico de las religiones y las ideologías. Ya los antiguos griegos comprendieron que el enemigo a abatir es el padre-padrone, el patriarca, pero no pudieron soportar esta revelación deslumbrante (por eso Edipo se arranca los ojos). Y aunque el feminismo radical nos ha devuelto la vista, tendemos a mirar hacia otro lado, flaqueamos en nuestra vocación dialéctica (y metadialéctica), nos refugiamos en los dogmas tranquilizadores. Engels no podría haberlo dicho más claro: la primera explotación, base de todas las demás, es la explotación de la mujer por el hombre; pero ni siquiera Marx lo escuchó.
(Continuará)