Friday, June 30, 2006

Metadialéctica/3 Belicismo sublimado

Carlo Frabetti
Rebelión
El instinto de conservación regula nuestra conducta mediante dos pulsiones complementarias: el hambre y el miedo. La primera nos empuja hacia los alimentos que necesitamos para sobrevivir; el segundo nos impulsa a protegernos de los peligros que amenazan nuestra supervivencia.
En un momento de carestía, nuestros remotos antepasados descubrieron una eficaz manera de satisfacer a la vez ambas necesidades: al cazar en equipo provistos de piedras y palos, no solo podían conseguir comida con más facilidad, sino que también eran menos vulnerables ante eventuales ataques de sus depredadores o de sus rivales. Organizar un grupo armado era la mejor manera de acallar simultáneamente las punzadas del hambre y del miedo, y, como todas las fórmulas de éxito, esta estrategia ofensivo-defensiva se consolidó y se difundió rápidamente. Con el tiempo, la primitiva banda de hombres armados de piedras y palos evolucionaría hasta convertirse en un ejército. Y en un equipo de fútbol.
Nuestro afán (tanto individual como colectivo) de poder y riquezas responde a las mismas pulsiones básicas de siempre: el hambre y el miedo, y los ancestrales referentes del hombre con un palo en la mano y de la banda armada siguen vivos, de manera real o simbólica, en sus sucesores y sus metáforas: el soldado y el atleta, el ejército y el equipo deportivo. El gran arquetipo individual de la cultura patriarcal (es decir, de casi todas las culturas conocidas a lo largo de la historia) es el héroe guerrero (no en vano “protagonista” significa literalmente “primer luchador”); y el gran arquetipo colectivo es el grupo armado, el ejército. Los intrépidos héroes y los gloriosos ejércitos garantizan la prosperidad y la seguridad de las naciones, y todas los necesitan o creen necesitarlos. La primera gran epopeya occidental, la Ilíada, es un canto a la cólera individual y a la rapiña colectiva, y por si cupiera alguna duda nos lo advierte desde el primer verso. Aquiles, los Argonautas, Sansón, el rey Arturo y los caballeros de la Mesa Redonda, el Cid, D’Artagnan y los mosqueteros, los Jedi... Desde el más remoto pasado hasta el más lejano futuro imaginario, un hombre con un palo (o una espada, que viene a ser lo mismo) y una banda armada son los grandes modelos de la cultura patriarcal.
Y aunque, afortunadamente, el belicismo explícito tiene cada vez menos partidarios, seguimos aceptando con naturalidad, cuando no con alborozo, la grotesca parafernalia marcial. “Quienes disfrutan en un desfile militar solo por error han recibido un cerebro: con médula espinal habrían tenido bastante”, decía Einstein. Y Cyrano de Bergerac deploraba que llevar colgada del cinto una espada, un instrumento de muerte, fuera un signo de distinción. Sin embargo, la gente sigue acudiendo en masa a los desfiles, y los militares siguen luciendo con orgullo sus ridículos sables (“¿Por qué serán tan brutos los generales?”, se preguntó Zola en presencia de Clemenceau, y este le contestó: “No le extrañe: los hacen de los coroneles”).
Pero, más que de los guerreros propiamente dichos, el belicismo de nuestra sociedad actual se nutre de sus sucedáneos: las estrellas del deporte y los equipos de fútbol, que libran sus incruentos combates para satisfacer (y alimentar) la agresividad latente de millones de machitos (y de algunas hembritas, aunque muchísimas menos). Y en este terreno (en el “terreno de juego”), la batalla dialéctica de la razón contra el mito aún está por librar. La patraña del “espíritu olímpico” ha calado tan hondo que la supuesta “nobleza” del deporte agonístico se ha convertido en algo incuestionable. Y sin embargo, el deporte, tal como hoy se entiende y se practica, es belicismo sublimado, belicismo mitificado, es decir, convertido en mito, en mito justificador y sustentador de nuestra desdichada cultura. Se supone que el deportista es el paradigma del hombre sano, cuando en realidad el deporte solo es sano si es puro juego profiláctico, si no tiene más objetivos que la diversión y el ejercicio. El deportista que se esfuerza hasta la extenuación por derrotar a un adversario o superar una marca, por llegar más alto, más lejos o más deprisa que los demás, es un enfermo, un pervertido, el pervertido emblemático de una sociedad perversa. Por eso se habla tanto de “juego limpio”: porque el deporte competitivo (es decir, casi todo el deporte) es el más sucio de los juegos. En nuestra miserable sociedad, la vida consiste en competir para tener, en vez de colaborar para ser, y el mito del deporte santifica la competencia, la lucha sin cuartel por la posesión (los grandes deportistas son desmedidamente ricos). El tan cacareado espíritu olímpico es, en última instancia, la misma basura que el ardor guerrero; si “lo importante es participar”, como se dice hipócritamente, ¿por qué los deportistas de élite se esfuerzan tanto por ganar, hasta el extremo de arriesgar a menudo su salud e incluso su vida?
Los primeros cazadores no tuvieron elección: la escasez de alimentos vegetales los obligó a pasar del apacible frugivorismo propio de los primates al feroz carnivorismo de los depredadores; de ahí a la exaltación de la violencia y de la camaradería masculina (con la consiguiente relegación de las mujeres) no había más que un paso, y era casi inevitable que lo dieran. Pero ya va siendo hora de que demos el siguiente.
(Continuará).